Lucas 22,14-23,56: la Pasión de Cristo


Llegada la hora, se sentó Jesús con sus discípulos, y les dijo: «He deseado enormemente comer esta comida pascual con vosotros antes de padecer, porque os digo que ya no la volveré a comer hasta que se cumpla en el Reino de Dios». Y tomando una copa, dio gracias y dijo: «Tomad esto, repartidlo entre vosotros; porque os digo que no beberé desde ahora del fruto de la vid hasta que venga el Reino de Dios». 

Y tomando pan, dio gracias; lo partió y se lo dio diciendo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía». Después de cenar, hizo lo mismo con la copa diciendo: «Esta copa es la Nueva Alianza sellada con mi sangre, que se derrama por vosotros. Pero mirad: la mano del que me entrega está con la mía en la mesa. Porque el Hijo del Hombre se va según lo establecido; pero ¡ay de ése que lo entrega!».

Ellos empezaron a preguntarse unos a otros quién de ellos podía ser el que iba a hacer eso. Los discípulos se pusieron a disputar sobre quién de ellos debía ser tenido como el primero. Jesús les dijo: «Los reyes de los gentiles los dominan y los que ejercen la autoridad se hacen llamar bienhechores. Vosotros no hagáis así, sino que el primero entre vosotros pórtese como el menor, y el que gobierne, como el que sirve. Porque, ¿quién es más, el que está en la mesa o el que sirve?, ¿verdad que el que está en la mesa? Pues yo estoy en medio de vosotros como el que sirve. Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas, y yo os transmito el Reino como me lo transmitió mi Padre a mí: comeréis y beberéis a mi mesa en mi Reino, y os sentaréis en tronos para regir a las doce tribus de Israel».

Y añadió: «Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para cribaros como trigo. Pero yo he pedido por ti para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te recobres, da firmeza a tus hermanos». Él le contestó: «Señor, contigo estoy dispuesto a ir incluso a, la cárcel y a la muerte». Jesús le replicó: «Te digo, Pedro, que no cantará hoy el gallo antes que tres veces hayas negado conocerme». 

Y dijo a todos: «Cuando os envié sin bolsa ni alforja, ni sandalias, ¿os faltó algo?». Contestaron: «Nada». Él añadió: «Pero ahora, el que tenga bolsa que la coja, y lo mismo la alforja; y el que no tiene espada que venda su manto y compre una. Porque os aseguro que tiene que cumplirse en mí lo que está escrito: ‘Fue contado con los malhechores’. Lo que se refiere a mí toca a su fin». Ellos dijeron: «Señor, aquí hay dos espadas». Él les contestó: «Basta».

Y salió Jesús como de costumbre al monte de los Olivos, y lo siguieron los discípulos. Al llegar al sitio, les dijo: «Orad, para no caer en la tentación». Él se arrancó de ellos, alejándose como a un tiro de piedra y arrodillado, oraba diciendo: «Padre, si quieres, aparta de mí ese cáliz. Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya». Y se le apareció un ángel del cielo que lo animaba. En medio de su angustia oraba con más insistencia. Y le bajaba el sudor a goterones, como de sangre, hasta el suelo. Y, levantándose de la oración, fue hacia sus discípulos, los encontró dormidos por la pena, y les dijo: «¿Por qué dormís? Levantaos y orad, para no caer en la tentación».

Todavía estaba hablando, cuando aparece gente: y los guiaba el llamado Judas, uno de los Doce. Y se acercó a besar a Jesús. Jesús le dijo: «Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del Hombre?». Al darse cuenta los que estaban con él de lo que iba a pasar, dijeron: «Señor, ¿herimos con la espada?». Y uno de ellos hirió al criado del Sumo Sacerdote, y le cortó la oreja derecha. Jesús intervino diciendo: «Dejadlo, basta». Y, tocándole la oreja, lo curó. Jesús dijo a los sumos sacerdotes y a los oficiales del templo, y a los ancianos que habían venido contra Él: «¿Habéis salido con espadas y palos a la caza de un bandido? A diario estaba en el templo con vosotros, y no me echasteis mano. Pero ésta es vuestra hora: la del poder de las tinieblas».

Ellos lo prendieron, se lo llevaron y lo hicieron entrar en casa del sumo sacerdote. Pedro lo seguía desde lejos. Ellos encendieron fuego en medio del patio, se sentaron alrededor y Pedro se sentó entre ellos. Al verlo una criada sentado junto a la lumbre, se le quedó mirando y le dijo: «También éste estaba con Él». Pero él lo negó diciendo: «No lo conozco, mujer». Poco después lo vio otro y le dijo: «Tú también eres uno de ellos». Pedro replicó: «Hombre, no lo soy». Pasada cosa de una hora, otro insistía: «Sin duda, también éste estaba con Él, porque es galileo». Pedro contestó: «Hombre, no sé de qué hablas». Y estaba todavía hablando cuando cantó un gallo. El Señor, volviéndose, le echó una mirada a Pedro, y Pedro se acordó de la palabra que el Señor le había dicho: «Antes de que cante hoy el gallo, me negarás tres veces». Y, saliendo afuera, lloró amargamente. 

Y los hombres que sujetaban a Jesús se burlaban de Él dándole golpes. Y, tapándole la cara, le preguntaban: «Haz de profeta: ¿quién te ha pegado?». Y proferían contra Él otros muchos insultos. 

Cuando se hizo de día, se reunió el senado del pueblo, o sea, sumos sacerdotes y letrados, y, haciéndole comparecer ante su Sanedrín, le dijeron: «Si tú eres el Mesías, dínoslo». Él les contestó: «Si os lo digo, no lo vais a creer; y si os pregunto no me vais a responder. Desde ahora el Hijo del Hombre estará sentado a la derecha de Dios todopoderoso». Dijeron todos: «Entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios?». Él les contestó: «Vosotros lo decís, yo lo soy». Ellos dijeron: «¿Qué necesidad tenemos ya de testimonios? Nosotros mismos lo hemos oído de su boca».

El senado del pueblo o sea, sumos sacerdotes y letrados, se levantaron y llevaron a Jesús a presencia de Pilato. Y se pusieron a acusarlo diciendo: «Hemos comprobado que éste anda amotinando a nuestra nación, y oponiéndose a que se paguen tributos al César, y diciendo que Él es el Mesías rey». Pilato preguntó a Jesús: «¿Eres tú el rey de los judíos?». Él le contestó: «Tú lo dices». Pilato dijo a los sumos sacerdotes y a la turba: «No encuentro ninguna culpa en este hombre». Ellos insistían con más fuerza diciendo: «Solivianta al pueblo enseñando por toda Judea, desde Galilea hasta aquí». Pilato, al oírlo, preguntó si era galileo; y al enterarse que era de la jurisdicción de Herodes se lo remitió. Herodes estaba precisamente en Jerusalén por aquellos días. 

Herodes, al ver a Jesús, se puso muy contento; pues hacía bastante tiempo que quería verlo, porque oía hablar de Él y esperaba verlo hacer algún milagro. Le hizo un interrogatorio bastante largo; pero Él no le contestó ni palabra. Estaban allí los sumos sacerdotes y los letrados acusándolo con ahínco. Herodes, con su escolta, lo trató con desprecio y se burló de Él; y, poniéndole una vestidura blanca, se lo remitió a Pilato. Aquel mismo día se hicieron amigos Herodes y Pilato, porque antes se llevaban muy mal. 

Pilato, convocando a los sumos sacerdotes, a las autoridades y al pueblo, les dijo: «Me habéis traído a este hombre, alegando que alborota al pueblo; y resulta que yo le he interrogado delante de vosotros, y no he encontrado en este hombre ninguna de las culpas que le imputáis; ni Herodes tampoco, porque nos lo ha remitido: ya veis que nada digno de muerte se le ha probado. Así que le daré un escarmiento y lo soltaré». Por la fiesta tenía que soltarles a uno. Ellos vociferaron en masa diciendo: «¡Fuera ése! Suéltanos a Barrabás». A éste lo habían metido en la cárcel por una revuelta acaecida en la ciudad y un homicidio. Pilato volvió a dirigirles la palabra con intención de soltar a Jesús. Pero ellos seguían gritando: «¡Crucifícalo, crucifícalo!». Él les dijo por tercera vez: «Pues, ¿qué mal ha hecho éste? No he encontrado en Él ningún delito que merezca la muerte. Así es que le daré un escarmiento y lo soltaré». Ellos se le echaban encima pidiendo a gritos que lo crucificara; e iba creciendo el griterío. Pilato decidió que se cumpliera su petición: soltó al que le pedían (al que había metido en la cárcel por revuelta y homicidio), y a Jesús se lo entregó a su arbitrio. 

Mientras lo conducían, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, qué volvía del campo, y le cargaron la cruz para que la llevase detrás de Jesús. Lo seguía un gran gentío del pueblo, y de mujeres que se daban golpes y lanzaban lamentos por Él. Jesús se volvió hacia ellas y les dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos, porque mirad que llegará el día en que dirán: ‘Dichosas las estériles y los vientres que no han dado a luz y los pechos que no han criado’. Entonces empezarán a decirles a los montes: ‘Desplomaos sobre nosotros’, y a las colinas: ‘Sepultadnos’; porque si así tratan al leño verde, ¿qué pasará con el seco?».

Conducían también a otros dos malhechores para ajusticiarlos con Él. Y cuando llegaron al lugar llamado "La Calavera", lo crucificaron allí, a Él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Y se repartieron sus ropas, echándolas a suerte. El pueblo estaba mirando. Las autoridades le hacían muecas diciendo: «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si Él es el Mesías de Dios, el Elegido». Se burlaban de Él también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo: «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo». Había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: «Éste es el rey de los judíos».

Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros». Pero el otro le increpaba: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha faltado en nada». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino». Jesús le respondió: «Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso». 

Era ya eso de mediodía y vinieron las tinieblas sobre toda la región, hasta la media tarde; porque se oscureció el sol. El velo del templo se rasgó por medio. Y Jesús, clamando con voz potente, dijo: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu». Y dicho esto, expiró.

El centurión, al ver lo que pasaba, daba gloria a Dios diciendo: «Realmente, este hombre era justo». Toda la muchedumbre que había acudido a este espectáculo, habiendo visto lo que ocurría, se volvían dándose golpes de pecho. Todos sus conocidos se mantenían a distancia, y lo mismo las mujeres que lo habían seguido desde Galilea y que estaban mirando. 

Un hombre llamado José, que era senador, hombre bueno y honrado (que no había votado a favor de la decisión y del crimen de ellos), que era natural de Arimatea y que aguardaba el Reino de Dios, acudió a Pilato a pedirle el cuerpo de Jesús. Y, bajándolo, lo envolvió en una sábana y lo colocó en un sepulcro excavado en la roca, donde no habían puesto a nadie todavía. Era el día de la Preparación y rayaba el sábado. Las mujeres que lo habían acompañado desde Galilea fueron detrás a examinar el sepulcro y cómo colocaban su cuerpo. A la vuelta prepararon aromas y ungüentos. Y el sábado guardaron reposo, conforme al mandamiento.

REFLEXIÓN (de la homilía del p. Raniero Cantalamessa):

En el Evangelio del domingo de Ramos escuchamos por completo el relato de la Pasión según San Lucas. Nos planteamos la cuestión crucial, para responder a la cual fueron escritos los Evangelios: ¿por qué un hombre así acabó en la cruz? ¿Cuál es el motivo y quiénes los responsables de la muerte de Jesús?

Según una teoría que empezó a circular después de la tragedia de la Shoá de los judíos, la responsabilidad de la muerte de Cristo recae principalmente, es más, tal vez exclusivamente, en Pilato y la autoridad romana, cosa que indica que su motivación es más de orden político que religioso. Los Evangelios han excusado a Pilato y acusado de ella a los jefes del judaísmo para tranquilizar a las autoridades romanas y tenerlas como amigas.

Esta tesis nació de una preocupación justa que hoy todos compartimos: cortar de raíz todo pretexto para el antisemitismo que tanto mal ha procurado al pueblo judío por parte de los cristianos. Pero el perjuicio más grave que se puede hacer a una causa justa es el de defenderla con argumentos erróneos. La lucha contra el antisemitismo hay que situarla sobre un fundamento más sólido que una discutible (y discutida) interpretación de los relatos de la Pasión.

La ajenidad del pueblo judío, en cuanto tal, a la responsabilidad de la muerte de Cristo, reposa en una certeza bíblica que los cristianos tiene en común con los judíos, pero que lamentablemente por muchos siglos ha sido extrañamente olvidada: «El que peque es quien morirá; el hijo no cargará con la culpa de su padre, ni el padre con la culpa de su hijo» (Ez 18,20). La doctrina de la Iglesia conoce un solo pecado que se transmite por herencia de padre a hijo, el pecado original; ningún otro.

Ya asegurado el rechazo del antisemitismo, desearía explicar por qué no se puede aceptar la tesis de la total ajenidad de las autoridades judías a la muerte de Cristo, y por lo tanto de la naturaleza esencialmente política de ella. Pablo, en la más antigua de sus cartas, escrita en torno al año 50, da, de la condena de Cristo, la misma versión fundamental de los Evangelios. Dice que «los judíos dieron muerte al Señor» (1 Ts 2,15), y sobre los hechos ocurridos en Jerusalén poco antes de su llegada a la ciudad él debía estar mejor informado que nosotros, los modernos, al haber aprobado y defendido «encarnizadamente», en un tiempo, la condena del Nazareno.

No se pueden leer los relatos de la Pasión ignorando todo lo que les precede. Los cuatro evangelios atestiguan, se puede decir que a cada página, un choque religioso creciente entre Jesús y un grupo influyente de judíos (fariseos, doctores de la ley, escribas) sobre la observancia del sábado, sobre la actitud hacia los pecadores y publicanos, sobre lo puro y lo impuro.

Pero una vez demostrada la existencia de este desacuerdo, ¿cómo se puede pensar que ello no haya jugado ningún papel en el momento del ajuste final de cuentas y que las autoridades judías se decidieran a denunciar a Jesús ante Pilato únicamente por miedo a una intervención armada de los romanos, casi a su pesar?

Pilato no era una persona sensible a razones de justicia, como para preocuparse de la suerte de un desconocido judío; era un tipo duro y cruel, dispuesto a ahogar en sangre cualquier mínimo indicio de revuelta. Todo ello es muy cierto. No intenta salvar a Jesús por compasión hacia la víctima, sino sólo por una obstinación contra sus acusadores, con los que estaba en marcha una guerra sorda desde su llegada a Judea. Naturalmente, esto no disminuye en absoluto la responsabilidad de Pilato en la condena de Cristo, que recae en él no menos que sobre los jefes judíos.

No se trata, sobre todo, de querer ser «más judíos que los judíos». De las noticias sobre la muerte de Jesús, presentes en el Talmud y en otras fuentes judaicas (si bien tardías e históricamente contradictorias), emerge algo: la tradición judía nunca ha negado una participación de las autoridades religiosas del tiempo en la condena de Cristo. No ha fundado la propia defensa negando el hecho, sino a lo más negando que el hecho, desde el punto de vista judío, constituyera delito y que su condena fuera una condena injusta.

A la pregunta: «por qué Jesús fue condenado a muerte», después de todas las investigaciones y alternativas propuestas, se debe por lo tanto dar la respuesta que dan los evangelios. Fue condenado por un motivo esencialmente religioso, el cual sin embargo fue hábilmente formulado en términos políticos para convencer mejor al procurador romano. El título Mesías sobre el que estaba fundamentada la acusación del Sanedrín, en el proceso ante Pilato, se convierte en «Rey de los judíos», y éste será el título de condena que se colgará en la cruz: «Jesús Nazareno, Rey de los judíos». Jesús había luchado toda su vida para evitar esta confusión, pero al final será precisamente ella la que decida su suerte.

Esto deja abierto el tema sobre el uso que se hace de los relatos de la Pasión. En el pasado estos se usaron frecuentemente (por ejemplo, en ciertas representaciones teatrales de la Pasión) de manera impropia, con forzamientos antijudíos. Se trata de algo hoy por todos firmemente confirmado, aunque tal vez aún queda algo qué hacer para eliminar de la celebración cristiana de la Pasión todo lo que pueda ofender la sensibilidad de los hermanos judíos. Jesús fue y sigue siendo, a pesar de todo, el mayor don que el judaísmo dio al mundo. Un don, entre otras cosas, que pagó a un elevado precio...

La conclusión que podemos sacar de las consideraciones históricas realizadas es, por lo tanto, que poder religioso y poder político, los jefes del Sanedrín y el procurador romano, participaron ambos, por motivos diferentes, en la condena de Cristo. Debemos añadir enseguida que la historia no dice todo ni lo esencial sobre este punto. Por la fe, quienes dieron muerte a Jesús fuimos todos nosotros con nuestros pecados.

Dejemos ahora aparte las cuestiones históricas y dediquemos algún instante a contemplarle a Él. ¿Cómo se comporta Jesús en la Pasión? Sobrehumana dignidad, paciencia infinita. Ni un solo gesto o palabra que desmienta lo que Él había predicado en su Evangelio, especialmente en las Bienaventuranzas. Él muere pidiendo el perdón para sus verdugos.

Con todo, nada hay en Él que se asemeje al orgulloso desprecio del dolor del dolor del estoico. Su reacción al sufrimiento y a la crueldad es humanísima: tiembla y suda sangre en Getsemaní, desearía que el cáliz pasara de él, busca apoyo en sus discípulos, grita su desolación en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».

Un rasgo de esta sobrehumana grandeza de Cristo en la Pasión me fascina sobre todo: su silencio: «Jesús callaba» (Mt 26,63). Calla ante Caifás, calla ante Pilato, quien se irrita por su silencio, calla ante Herodes, que esperaba verle hacer un milagro. «Al ser insultado, no respondía con insultos; al padecer, no amenazaba», dice de Él la Primera carta de Pedro (2,23).

Sólo un instante antes de morir rompe el silencio y lo hace con aquel «fuerte grito» que lanza desde la cruz y que arranca al centurión romano la confesión: «Verdaderamente éste era hijo de Dios».

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