(De "Cristo Rey" por Tihamér Tóth)
Podríamos dividir a los católicos en tres tipos. Hay católicos bautizados (católicos no propiamente cristianos, sino cristianizados), que, si bien son católicos según la partida de bautismo, llevan una vida para nada cristiana. Son las ramas secas en el árbol de la Iglesia. Hay católicos domingueros , que lo son únicamente los domingos, cuando van a misa, pero que el resto de la semana dejan de serlo, y apenas se les nota. Son los retoños enfermizos. Gracias a Dios, hay un tercer grupo: los católicos de todos los días , que no sólo van a la iglesia los domingos, sino que lo son todos los días de la semana, y tratan de hacer siempre la voluntad de Dios, hacen oración un rato todas las mañanas y se confiesan frecuentemente. Son los que se acuestan por la noche con este pensamiento: Señor mío, ¿hoy he vivido como debería? ¿estás contento conmigo?
Pensemos que si no hay muchos apóstoles es porque son pocos los católicos de todos los días.
Pero, ¿a qué se debe que haya tan pocos católicos que vivan su fe cotidianamente todos los días? A qué no pensamos en la vida eterna, como lo han hecho los santos. A que no tenemos nuestra mirada puesta en Dios, en la vida eterna, el más allá. Cuando las pruebas nos abruman, no sabemos mirar al cielo como hizo el primer mártir de la Iglesia, San Esteban: « Fijando los ojos en el cielo, vio la gloria de Dios, y a Jesús, que estaba a la diestra de Dios » (Hechos 7,55).
Los santos han sido hombres como nosotros, han tenido que luchar y han encontrado los mismos o mayores obstáculos en su camino que los que hemos encontrado nosotros; los adversarios que les combatieron eran, poco más o menos, como los que nos atacan a nosotros; las mismas tentaciones y dificultades.
Pero ellos meditaban de continuo estas tres cuestiones : ¿Quién es Dios? ¿Cuál es el fin de esta vida terrena? Y ¿qué es la vida eterna ? Pudiéramos decir que cuando sentían el peso de la vida, «fijaban los ojos en el cielo y veían la gloria de Dios, y a Jesús, que estaba a la diestra del Padre».
1.° ¿Quién es Dios para mí? Muchos, aunque no lo confiesen abiertamente, piensan de esta manera: Dios es un ser excelso, majestuoso, soberano de todo, que está en el Cielo, en la lejanía, a quien se le rinde culto cada domingo… pero que no cuenta para nada en la vida diaria, en el trabajo, en el hogar, en la sociedad, en la política.
Pero los santos no pensaban de esta manera. Para ellos Dios no estaba lejos. Él está entre nosotros, en todas partes. A cualquier punto que me dirija, en El «vivo, me muevo y existo». No puedo huir nunca de su presencia.
Nosotros, si nos abruman los obstáculos, las dificultades, nos desesperamos y decimos: «Dios mío, ¿es qué me merezco todo esto?, ¿por qué me castigas?» De esta forma, fácilmente se nos enfría el amor a Dios. ¿Y los santos? Los santos veían en todo la voluntad del Señor.
Nosotros nos rebelamos cuando nos hiere la enfermedad o la desgracia. ¿Qué hicieron los santos en semejantes circunstancias? Besaban la mano del que les castigaba: «Padre, castígame; heme aquí, heme aquí, castígame, ponme entre llamas, con tal que uses misericordia conmigo en la eternidad» (SAN AGUSTÍN).
Nosotros nos quejamos: «¡Cuántas molestias me causa este enfermo! ¡Qué insoportable es este hombre!» ¿Y los santos? Ellos se decían: «Este hombre es hermano de Cristo, y lo que yo haga por él, lo hago por Cristo». Y algunos hasta llegaron a besar las llagas de los enfermos, para vencerse a sí mismos.
¡Cuánto distamos de los santos en nuestra manera de pensar en Dios!
2.° ¿Cuál es el fin de esta vida terrena? ¿Qué significa esta vida para mí? Para algunos esta vida no es otra cosa que una búsqueda de placeres pecaminosos. Para otros, una suma de años sin más, que se pasan la mitad soñando nostálgicamente: «¡Qué bien estaba yo antes!», y la otra mitad con temor: «¿Qué será de mí en el porvenir?» Hay quienes consideran esta vida como un penar continuo cuyo único objetivo de conseguir un poco de comodidad; esto y nada más. Como aquel enfermo anciano, a quien el médico aconsejaba una cura muy costosa, y que se le quejaba diciendo: «Vea usted, doctor, qué raro es el hombre. En su juventud da la salud por el dinero; y cuando envejece, da el dinero por la salud.»
Lo cierto es que nunca estamos satisfechos. Siempre pensamos que los demás tienen mejor suerte que yo. Nos comportamos aquel picapedrero chino.
Un día en que desbarataba la piedra con tedio, cavilando sobre la monotonía de su vida, aconteció que pasó cerca de él, el emperador, acompañado de un brillante cortejo. Iba encaramado sobre un enorme elefante, bajo un dosel de oro; en su corona brillaban abundantes diamantes; un magnífico ejército de ministros, soldados y cortesanos le acompañaban. El picapedrero admirado se dijo para sí: ¡Oh!, ¡si yo pudiera ser emperador!
Y en el mismo instante se transformó en emperador. Ahora era él quien estaba sentado bajo dosel de oro; era señor de millones de hombres, y a un gesto suyo se inclinaban hasta el suelo los ministros y los jefes del ejército. Pero el sol despedía ese día demasiado calor, y el emperador no paraba de enjugarse la frente. Al final se puso de mal humor, porque veía que el sol era más poderoso que él. Y exclamó con enfado:
—¡Quiero ser el sol!
En el mismo instante se transformó en sol. Estaba a sus anchas brillando en la bóveda celeste, y despedía tanto calor, que los hombres y los animales de la tierra caminaban jadeantes…, la hierba se secaba y la tierra se resquebrajaba. Y esto le divertía mucho. Pero de repente se interpuso una densa nube negruzca delante de él. El sol trataba de irradiar más calor, pero en vano: los rayos no lograban atravesar la densa nube. Saltó de ira y exclamó:
—¡Quiero ser nube!
Y fue transformado en nube. Con desenfrenada furia hacía caer la lluvia sobre la tierra; los arroyuelos y los ríos, repletos de agua, se salían de su cauce, la corriente arrastraba las casas, los hombres se ahogaban, pero… un gigantesco peñasco se mantenía inamovible en su puesto. La nube exclamó llena de ira:
—Pero ¿qué es esto? Este peñasco, ¿se atreve a retarme? ¡Quiero ser peñasco!
Y en peñasco se convirtió. Ya estaba satisfecho. Con orgullo se erguía en su puesto y no le dañaba ni el ardor del sol, ni la lluvia de la nube. Pero un día llegó un hombre y clavó un puntiagudo pico en él.
—¡Ay!, ¿qué es esto?—gritó el peñasco—. Este cantero ¿es más poderoso que yo? ¡Quiero ser picapedrero!
Y en aquel momento volvió a ser de nuevo picapedrero. Y vivió en adelante contento con su suerte.
También a nosotros nos pasa lo mismo: nos pasamos la vida en continua desazón. No es así como pensaban los santos.
Para ellos la vida era cumplir día a día la voluntad de Dios. Para ellos su alma era una blanca vestidura que tenían que conservar inmaculada hasta el día de su muerte, tal como se las había entregado su Padre celestial. Para ellos la vida era un atesorar riquezas de valor eterno, no trastos inútiles que se oxidan o apolillan. Ellos no vivían recordando el pasado ni temiendo el porvenir. Para ellos no había más que una cosa importante: hoy, en este momento, ¿cuál es la voluntad de Dios? ¿cómo puedo acumular tesoros para la vida eterna?
¡Si, para la vida eterna! Y con esto llegamos a la tercera cuestión, sumamente importante, decisiva, de la que depende todo:
3.° ¿Qué es para mí la vida eterna? ¿Cómo la valoro? ¿Pienso constantemente en el cielo?
Ya sabemos cómo vivían y morían los Apóstoles, con la mirada puesta en la vida eterna. Cuando Pedro estaba clavado en la cruz con la cabeza hacia abajo, ¿qué es lo que le daba fuerza? Cuando Andrés abrazaba con amor la cruz antes de morir, ¿qué es lo que le animaba? Cuando Pablo inclinó su cabeza bajo el hacha del verdugo, ¿qué es lo que le daba ánimos y valentía? La vida eterna. Veían los cielos abiertos, y contemplaban a Cristo Rey, a la diestra del Padre.
Es lo mismo que han hecho los mártires, mientras les despedazaban las fieras.
También los santos han vivido pensando frecuentemente en la vida eterna. Los sufrimientos que han padecido no son nada comparados con la felicidad que ahora gozan.
Aquí, lágrimas, sudores, luchas…; allí, perlas preciosas de la corona celestial. Ante tal perspectiva —pensaban— bien vale la pena de sufrir.
¿Creo realmente en el cielo?
Cada vez que recitamos el Credo lo confesamos de palabra: «Creo en la vida eterna.» Pero ¿cómo lo confesamos también con la vida…, con una vida consecuente? ¿No somos de aquellos que dicen: «acaso, puede ser., quién sabe, puede ser que haya algo después de la muerte»?… ¿Soy cómo aquel soldado si fe que en medio de la batalla rezaba de esta manera: «¡Dios mío (si es que existes), salva mi alma (si es que hay alma), para que no me condene (si es que hay condenación), y así alcance la vida eterna (si es que hay vida más allá de la muerte).» ¿Mi fe es más robusta que esta raquítica fe? ¿Creo resueltamente que hay vida eterna, que viviré eternamente?
Alguien objetará, tal vez, que en la tumba todo se pudre, todo se convierte en polvo…, y, por tanto, ¿cómo puede brotar allí la vida? Podría decir lo mismo el grano de trigo sembrado en otoño: En torno mío todo es podredumbre, fango, hielo…, ¿cómo podrá surgir la vida aquí? Y, sin embargo, surgirá. ¡Qué vigoroso germinar brotará allí mismo en la primavera!
Quizá se me diga: ¡Está todo tan inmóvil en la tumba! ¿Cómo puede brotar allí vida? Lo mismo podría decir el gusano cuando se encierra en el capullo y está como muerto en su ataúd durante semanas. Y, sin embargo, ¡qué mariposa de irisados colores sale de la crisálida, al parecer, muerta!
Junto a mí todo cae, todo perece… ¿Puedo afirmar, no obstante, ¡hay vida eterna!?
Entierran a mi padre, muere mi esposa…; ¿sé decir, a pesar de todo: ¡hay vida eterna!?
Me cerca el pecado, casi caigo en sus lazos…; ¿sé animarme a mí mismo para resistir confesando que hay vida eterna?
Las desgracias casi me aplastan…; ¿sé consolarme con esta fe: ¡hay vida eterna!?
Si no hay «más allá»…, entonces está loco este mundo; de nada sirve ser honrado; se abre ancho campo al engaño y al latrocinio; lo que importa es disfrutar lo mas que se pueda de esta vida.
Pero ¿qué digo? Si no hay vida eterna, entonces, Dios es cruel, entonces no hay Dios; porque no es posible que nos haya creado para esta miserable vida, únicamente para esta vida terrena.
No de otra manera pensaba SAN PABLO, cuando dijo: «¿De qué me sirve haber combatido en Éfeso contra bestias feroces, si no resucitan los muertos? En este caso, no pensemos más que en comer y beber, puesto que mañana moriremos» (Cf. I Cor 15,32).
Recordemos otra vez la lección que nos dan los santos. Para ellos, la vida eterna era la verdadera vida, y esta vida de abajo no era más que una sombra.
Para ellos, la vida eterna era el gran libro, y esta vida de acá no era más que el prólogo, la introducción del libro.
Para ellos, la vida eterna era la patria verdadera, y esta vida de la tierra no era más que un «valle de lágrimas».
Y, con todo, sabían alegrarse cuando el día era soleado. Sabían disfrutar del trino de los pájaros. Y también luchaban y cumplían con su deber. Para cumplirlo tan heroicamente como lo hacían, sacaban fuerzas del pensamiento de la vida eterna. Vivían con la nostalgia del cielo.
Nosotros, los católicos, añoramos la patria verdadera, pero no por ello odiamos este mundo. Esta nostalgia nos impulsa a ser valientes. Esta nostalgia nos hace olvidar las penas. Esta nostalgia nos mueve a hacer oración cuando la desgracia o la angustia nos oprimen. Así podemos sonreírnos en los días más oscuros; sabemos que todas nuestras desgracias las ordena Dios para nuestro bien.
Cuando el cielo está nublado y oscuro, sé que por encima de las nubes brilla el sol. Por encima de las desgracias de esta vida, está la vida eterna.
4.° Hay un pensamiento que me puede ayudar en gran manera: ¿Qué será de mí dentro de noventa años? Estaré en casa . ¿En casa? No aquí, por cierto, no en tal ciudad o pueblo, sino en mi verdadera casa, en el cielo, en la patria eterna. Quiera Dios que en la otra vida yo esté en el cielo gozando con Dios; entonces recordaré a manera de sueño toda mi vida. Por muy difícil que haya sido, o por mucho que haya rebosado de alegría…, ya no será más que un sueño. ¡Oh!, ¡cómo me acuerdo de tal o cual cosa!; me creía que nunca podría separarme de ella, y ahora… veo que era una fruslería. He sufrido mucho, he padecido, y ahora… veo que habría sido muy ventajoso padecer aún más por amor a Dios.
¡Qué diferente nos parecerá todo desde allá arriba! ¡Toda nuestra vida!
¿Qué has sido en la tierra? ¿Ministro? Pues ahora lo que te interesa no es el cargo que ocupaste, sino si fuiste honrado en él y cumpliste con tu deber.
¿Has sido profesor? Ahora lo que te llena de gozo no es el número de libros que has escrito, sino si has ennoblecido el alma del estudiante que te fue confiado.
¿Qué has sido? ¿Empresario? Ya no te enorgulleces de las empresas que dirigiste, sino de haber sido fiel a Dios haciendo su Voluntad y no haciendo negocios sucios.
¿Qué has sido? ¿Madre de familia? Lo que te consuela no es el prestigio social que alcanzaste en la sociedad, sino el haber enseñado a rezar a tus hijos, por la mañana y por la noche.
Y dirás con sorpresa: ¡Dios mío! ¡Qué berrinches me llevé por tan pocas cosas! Y también: ¿Por qué me callé cuando podía haber cortado esa conversación inmoral? ¡Cuántas almas habría podido salvar! ¿Por qué fui cobarde? ¿Por qué di libre curso a mis malos deseos? ¿Por qué no me negué nunca nada? ¿Cómo pude dar crédito a tantas palabras vacías y frívolas?
Y hay un dato que no se puede descuidar. Todo arrepentimiento entonces será tardío.
Ahora no es tarde todavía. Es tiempo a propósito para que podamos aprender la gran sabiduría: Hemos de orientar hacia la vida eterna toda nuestra vida, todos nuestros actos.
Todos pasamos abundantes sufrimientos y pruebas. No los desperdiciemos inútilmente. La vida es muchas veces, para todos, un martirio. Que nuestros sufrimientos nos sirvan para alcanzar la corona eterna. Sólo así seremos vencedores, y no vencidos. Sólo así llegaremos a casa, a nuestra casa celestial, donde nos espera nuestro Padre, y Jesucristo Rey.
Hemos de ser columnas, rocas y no arena, tierra movediza. Solamente así resistiremos en este mundo tan corrompido moralmente. La columna no vacila. La roca no tambalea ante el torrente impetuoso del pecado. ¿Sufro por ello? Es posible. ¿Lucho por mantenerme así? Es posible. ¿Caigo? ¡No, no he de caer!
Cristo es el Rey de la vida eterna, y yo quiero heredarla. Dios me ha creado para la vida eterna y allí me espera… con tal que persevere junto a Él. He de trabajar durante el día, mientras haya luz, antes de que se ponga el sol, antes de que me sobrevenga la muerte.