La expiación de los pecados propios y ajenos

(De "El dialogo", por santa Catalina de Siena)

No el sacrificio, sino el amor que le acompaña, es lo que satisface por los pecados propios o ajenos 

Entonces Dios, la Verdad Eterna, le dijo a esta alma:

«Debes saber, hija mía, que todas las penas que sufre el alma en esta vida no son suficientes para expiar la más mínima culpa, ya que la ofensa hecha a mí, que soy Bien infinito, requiere satisfacción infinita. Mas si la verdadera contrición y el horror del pecado tienen valor reparador y expiatorio, lo hacen, no por la intensidad del sufrimiento (que siempre será limitado), sino por el deseo infinito con que se padece, puesto que Dios, que es infinito, quiere infinitos el amor y el dolor; dolor del alma por la ofensa cometida contra su Creador y contra su prójimo.

[La satisfacción infinita por lo infinito del amor y del dolor se verifica plenamente en Jesucristo por la unión de la naturaleza humana con la divina. La santa habla del deseo infinito, refiriéndose a la persona que está unida a Jesucristo por la gracia, cuando por lo ilimitado de sus aspiraciones, quiere reparar a la infinita dignidad y santidad de Dios ofendida por el pecado de los hombres.]

Los que tienen este deseo infinito y están unidos a mí por el amor, se duelen cuando me ofenden o ven que otros me ofenden. Por esto, toda pena sufrida por estos, tanto espiritual como corporal, satisface por la culpa, que merecía pena infinita.

Todo deseo, al igual que toda virtud, no tiene valor en sí sino por Cristo crucificado, mi unigénito Hijo, en cuanto el alma saca de Él el amor y sigue sus huellas; sólo por esto vale, no por otra cosa.

De este modo, los sufrimientos y la penitencia tienen valor reparador por el amor que se adquiere por el conocimiento de mi bondad y por la amarga contrición del corazón. Este conocimiento engendra el odio y disgusto del pecado y de la propia sensualidad [pues ve en ella la raíz de su pecado] y hace que el alma se considere indigna y merecedora de cualquier pena. Así puedes ver cómo los que han llegado a esta contrición del corazón y verdadera humildad, se consideran merecedores de castigo, indignos de todo premio y lo sufren todo con paciencia.

Tú me pides sufrimientos para satisfacer por las ofensas que me hacen mis criaturas y pides llegar a conocerme y amarme a mí. Este es el camino: que jamás te salgas del conocimiento de tu miseria; y una vez hundida en el valle de la humildad, me conozcas a mí en ti. De este conocimiento sacarás todo lo que necesitas.

Ninguna virtud puede tener vida en sí sino por la caridad y la humildad. No puede haber caridad si no hay humildad. Del conocimiento de ti misma nace tu humildad, cuando descubres que no te debes la existencia a ti misma, sino que tu ser proviene de mí, que os he querido antes que existieseis. Además, os creé de nuevo con amor inefable cuando os saqué del pecado a la vida de la gracia, cuando os lavé y os engendré en la sangre de mi unigénito Hijo, derramada con tanto fuego de amor.

Por esta sangre llegáis a conocer la verdad, cuando la nube del amor propio no ciega vuestros ojos y llegáis a conoceros a vosotros mismos.

[La gran Verdad, que supera toda ciencia, del Dios amor para con el hombre se nos revela en la Sangre. «En Cristo Crucificado, y principalmente en su sangre, conoce —el alma— el abismo de la inestimable caridad de Dios» (Carta 40)]