(Del comentario de Ruperto de Deutz, sobre el evangelio de san Juan)
Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que come de este pan vivirá para siempre. Puesto que los convidados de mi Padre fueron dispersados por la muerte a causa del manjar prohibido que había comido su progenitor, bajan-do sus almas a los infiernos y siendo sus cuerpos depositados en el sepulcro, también yo, que soy el pan de los ángeles, seré dispersado, descendiendo a los infiernos donde las almas pasan hambre, según aquella sustancia de que se alimentan los ángeles, y, según el cuerpo, seré enterrado en el vientre de la tierra, donde reposan sus cuerpos: allí permaneceré tres días y tres noches, como estuvo Jonás tres días y tres noches en el vientre del pez, de forma que las almas, recreadas con la visión de Dios, revivirán, y los cuerpos, muchos resucitarán ahora, y todos los demás en el futuro. Y más tarde, al resto, es decir, a todos aquellos que todavía viven corporalmente en este mundo, se les dará aquí ese mismo pan adaptado a su módulo vital, esto es, en el verdadero sacrificio del pan y del vino según el rito de Melquisedec.
Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo. Este es el mayor consuelo para los pobres, a los que el Espíritu del Señor que vino sobre mí me envió a anunciarles la buena noticia; sea ésta, repito, la mayor, la incomparable congratulación para todas las naciones esparcidas por la tierra, que pediré y recibiré del Padre en herencia o posesión. Pues la participación en este pan de vida de aquellos a quienes el Padre que me ha enviado, selló y dio este pan, no será inferior a la de los antiguos padres. Porque al descender a ellos para saciarlos de mí, cuando el infierno me hubiere mordido y yo me hubiere convertido en su aguijón, en muerte de la muerte para los encerrados en sus entrañas, entregado a los santos y justos hambrientos, para que todos recobren la vida, entonces yo daré el pan a este resto. En este pan no está ausente la realidad de mi misma carne o cuerpo que, sacado del vientre del cetáceo sano y salvo, volverá a sentarse a la derecha del Padre por toda la eternidad. El hombre vivo comerá, de un modo adecuado a él, el mismo pan de los ángeles que yo le daré; este pan se lo da el Padre a los que murieron, para que lo coman y resuciten: ahora las almas, el último día los cuerpos.
Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo. Realmente, aquel a quien el Padre nos dio como pan de los ángeles, para que asumiera la carne y muriera a fin de poder dar vida a los muertos, él que es el pan celestial nos da el pan terreno, pan que él transforma en su propia carne para poder dar la vida eterna a los vivientes que son capaces de comerlo. De esta forma, el Verbo, que es el pan de los ángeles, se hizo carne, no convirtiéndose en carne, sino asumiendo la carne; de esta forma el mismo Verbo, ya hecho carne, se hace pan visible, no convertido en pan, sino asumiendo el pan e incorporándolo a la unidad de su persona.
Por consiguiente, como de nuestra carne —asumida en la Virgen María—, confesamos que es verdadero Dios a causa de la unidad de persona, así también de este pan visible —que la divinidad invisible del mismo Verbo asumió y convirtió en su propia carne—, confesamos con plena y católica fe que es el cuerpo de Cristo. Dice, en efecto: Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo, o sea, para que el mundo redimido coma y beba, después de haber previamente lavado, mediante el bautismo, la mancha producida por el antiguo manjar que la serpiente ofreció e indujo a que comiera.
Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo. Este es el mayor consuelo para los pobres, a los que el Espíritu del Señor que vino sobre mí me envió a anunciarles la buena noticia; sea ésta, repito, la mayor, la incomparable congratulación para todas las naciones esparcidas por la tierra, que pediré y recibiré del Padre en herencia o posesión. Pues la participación en este pan de vida de aquellos a quienes el Padre que me ha enviado, selló y dio este pan, no será inferior a la de los antiguos padres. Porque al descender a ellos para saciarlos de mí, cuando el infierno me hubiere mordido y yo me hubiere convertido en su aguijón, en muerte de la muerte para los encerrados en sus entrañas, entregado a los santos y justos hambrientos, para que todos recobren la vida, entonces yo daré el pan a este resto. En este pan no está ausente la realidad de mi misma carne o cuerpo que, sacado del vientre del cetáceo sano y salvo, volverá a sentarse a la derecha del Padre por toda la eternidad. El hombre vivo comerá, de un modo adecuado a él, el mismo pan de los ángeles que yo le daré; este pan se lo da el Padre a los que murieron, para que lo coman y resuciten: ahora las almas, el último día los cuerpos.
Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo. Realmente, aquel a quien el Padre nos dio como pan de los ángeles, para que asumiera la carne y muriera a fin de poder dar vida a los muertos, él que es el pan celestial nos da el pan terreno, pan que él transforma en su propia carne para poder dar la vida eterna a los vivientes que son capaces de comerlo. De esta forma, el Verbo, que es el pan de los ángeles, se hizo carne, no convirtiéndose en carne, sino asumiendo la carne; de esta forma el mismo Verbo, ya hecho carne, se hace pan visible, no convertido en pan, sino asumiendo el pan e incorporándolo a la unidad de su persona.
Por consiguiente, como de nuestra carne —asumida en la Virgen María—, confesamos que es verdadero Dios a causa de la unidad de persona, así también de este pan visible —que la divinidad invisible del mismo Verbo asumió y convirtió en su propia carne—, confesamos con plena y católica fe que es el cuerpo de Cristo. Dice, en efecto: Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo, o sea, para que el mundo redimido coma y beba, después de haber previamente lavado, mediante el bautismo, la mancha producida por el antiguo manjar que la serpiente ofreció e indujo a que comiera.