(Del tratado de san Ireneo de Lyon, contra las herejías)
La tradición de sus mayores que ellos afectaban observar como derivada de la ley era contraria a la ley dada por Moisés. Por eso dice Isaías: Tus taberneros echan agua al vino, indicando que al austero precepto de Dios los mayores habían mezclado una tradición aguada, esto es, una ley adulterada y contraria a la Ley, como lo manifestó el Señor, diciéndoles: ¿Por qué vosotros anuláis el manda-miento de Dios por mantener vuestra tradición?
Y no sólo anularon la ley de Dios por sus transgresiones, echando agua al vino, sino erigiendo en contra de ella su propia ley, ley que todavía hoy se llama «farisaica». En esta ley quitan unas cosas, añaden otras e interpretan no pocas a su capricho. De todo esto se sirven particular-mente sus propios maestros.
Queriendo reivindicar dichas tradiciones, no quisieron someterse a la ley de Dios, que los orientaba hacia la venida de Cristo, antes bien, recriminaban al Señor por-que curaba en sábado, cosa que ciertamente —como ya dijimos— la ley no prohibía, ya que, en cierto modo, ella también curaba circuncidando al hombre en sábado, pero se cuidaban muy bien de inculparse a sí mismos por transgredir el precepto de Dios en nombre de la tradición y de la mencionada ley farisaica, no teniendo en cuenta el principal mandamiento de la ley, que es el amor a Dios.
Siendo éste el primero y principal precepto y el segundo el amor al prójimo, el Señor enseñó que estos dos mandamientos sostienen la ley entera y los profetas. Y él mismo no nos dio ningún mandamiento mayor que éste, pero lo renovó, mandando a sus discípulos amar a Dios de todo corazón y a los demás como a sí mismos.
Y Pablo dice que amar es cumplir la ley entera, y que cuando hayan desaparecido todos los demás carismas; quedarán la fe, la esperanza y el amor, pero que el más grande de los tres es el amor; y que ni el conocimiento sin el amor a Dios vale para nada, ni tampoco el conocer todos los secretos, ni la fe, ni la profecía, sino que todo es vaciedad y vanidad sin el amor; que el amor hace al hombre perfecto, y que quien ama a Dios es un hombre cabal en este mundo y en el futuro: pues jamás dejaremos de amar a Dios, sino que cuanto más le contemplemos, más lo amaremos.
Siendo, pues, en la ley y en el evangelio el primero y principal mandamiento amar al Señor Dios de todo corazón, y el segundo, semejante a él, amar al prójimo como a sí mismo, es evidente que uno e idéntico es el autor tanto de la ley como del evangelio. Así que, siendo unos mismos, en ambos Testamentos, los mandamientos funda-mentales de la vida, apuntan a un mismo Señor, el cual dio, es verdad, preceptos particulares adaptados a cada Testamento, pero propuso en ambos unos mismos mandamientos, los más importantes y sublimes, sin los cuales no es posible salvarse.
La tradición de sus mayores que ellos afectaban observar como derivada de la ley era contraria a la ley dada por Moisés. Por eso dice Isaías: Tus taberneros echan agua al vino, indicando que al austero precepto de Dios los mayores habían mezclado una tradición aguada, esto es, una ley adulterada y contraria a la Ley, como lo manifestó el Señor, diciéndoles: ¿Por qué vosotros anuláis el manda-miento de Dios por mantener vuestra tradición?
Y no sólo anularon la ley de Dios por sus transgresiones, echando agua al vino, sino erigiendo en contra de ella su propia ley, ley que todavía hoy se llama «farisaica». En esta ley quitan unas cosas, añaden otras e interpretan no pocas a su capricho. De todo esto se sirven particular-mente sus propios maestros.
Queriendo reivindicar dichas tradiciones, no quisieron someterse a la ley de Dios, que los orientaba hacia la venida de Cristo, antes bien, recriminaban al Señor por-que curaba en sábado, cosa que ciertamente —como ya dijimos— la ley no prohibía, ya que, en cierto modo, ella también curaba circuncidando al hombre en sábado, pero se cuidaban muy bien de inculparse a sí mismos por transgredir el precepto de Dios en nombre de la tradición y de la mencionada ley farisaica, no teniendo en cuenta el principal mandamiento de la ley, que es el amor a Dios.
Siendo éste el primero y principal precepto y el segundo el amor al prójimo, el Señor enseñó que estos dos mandamientos sostienen la ley entera y los profetas. Y él mismo no nos dio ningún mandamiento mayor que éste, pero lo renovó, mandando a sus discípulos amar a Dios de todo corazón y a los demás como a sí mismos.
Y Pablo dice que amar es cumplir la ley entera, y que cuando hayan desaparecido todos los demás carismas; quedarán la fe, la esperanza y el amor, pero que el más grande de los tres es el amor; y que ni el conocimiento sin el amor a Dios vale para nada, ni tampoco el conocer todos los secretos, ni la fe, ni la profecía, sino que todo es vaciedad y vanidad sin el amor; que el amor hace al hombre perfecto, y que quien ama a Dios es un hombre cabal en este mundo y en el futuro: pues jamás dejaremos de amar a Dios, sino que cuanto más le contemplemos, más lo amaremos.
Siendo, pues, en la ley y en el evangelio el primero y principal mandamiento amar al Señor Dios de todo corazón, y el segundo, semejante a él, amar al prójimo como a sí mismo, es evidente que uno e idéntico es el autor tanto de la ley como del evangelio. Así que, siendo unos mismos, en ambos Testamentos, los mandamientos funda-mentales de la vida, apuntan a un mismo Señor, el cual dio, es verdad, preceptos particulares adaptados a cada Testamento, pero propuso en ambos unos mismos mandamientos, los más importantes y sublimes, sin los cuales no es posible salvarse.