(Sermón de san Bernardo de Claraval)
En otro tiempo, el glorioso rey y profeta del Señor, el santo David, comenzó a acariciar un religioso proyecto juzgando indigno que, mientras él vivía en una casa adecuada a su dignidad real, el Señor de los ejércitos no dispusiera aún de una casa en la tierra. También nosotros, hermanos, hemos de pensar seriamente en esto y llevarlo resueltamente a la práctica. Y el hecho de que, si bien el proyecto era del agrado de Dios, no fuera el profeta, sino Salomón quien lo llevó a realización, responde a un planteamiento que la premura del tiempo no nos permite ahora explicar.
Porque en realidad, oh alma, tú ciertamente vives en una sublime casa, que Dios mismo te ha preparado. Dichosa y muy dichosa el alma que puede decir: Es cosa que ya sabemos: Si se destruye este nuestro tabernáculo terreno, tenemos un sólido edificio construido por Dios, una casa que no ha sido levantada por mano de hombre y que tiene una duración eterna en los cielos. Por eso, oh alma, no des sueño a tus ojos, ni reposo a tus párpados, hasta que encuentres un lugar para el Señor, una morada para el Fuerte de Jacob.
Pero, ¿qué pensar, hermanos? ¿Dónde hallar un solar para este edificio, o qué arquitecto podría hacernos los planos? Porque este templo visible ha sido construido por nosotros, para nuestras asambleas, ya que el Altísimo no habita en templos construidos por hombres. ¿Qué templo podremos, pues, edificar a aquel que dice bien: Yo lleno el cielo y la tierra? Me atribularía profundamente y mi aliento desfallecería si no oyera al Señor decir de una determinada persona: Yo y el Padre vendremos a él y haremos morada en él.
Así que ya sé dónde preparar una morada para el Señor, pues sólo su imagen puede contenerlo. El alma es capaz de él, pues fue realmente creada a su imagen. Por tanto, ¡aprisa!, adorna tu morada, Sión, porque el Señor te prefiere a ti, y tu tierra será habitada. Alégrate, hija de Sión, tu Dios habitará en ti. Di con María: Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.
Por tanto, hermanos, con todo el deseo del corazón y con una digna acción de gracias, esforcémonos por construir un templo en nosotros; solícitos primero porque habite en cada uno de nosotros individualmente, y, luego, colectivamente, pues que el Señor no infravalora ni la individualidad ni la colectividad. Así pues, lo primero que cada cual ha de procurar es no estar dividido interiormente, pues todo reino en guerra civil va a la ruina y se derrumba casa tras casa, y Cristo no entrará en una casa en la que las paredes estén cuarteadas y los muros desplomados.