(De los sermones de san Máximo de Turín)
El buen cristiano debe alabar siempre a su Padre y Señor, y ha de procurar en todo su gloria, como dice el Apóstol: Cuando comáis o bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios. Fijaos cómo ha de ser, según la mente del Apóstol, el almuerzo de los cristianos: en él ha de predominar el manjar de la fe de Cristo sobre las viandas materiales; ha de alimentar más al hombre la frecuente invocación del nombre del Señor que la variada y copiosa aportación de manjares; que la religión sacie mejor al hambriento que el mismo alimento. Todo —dice— para gloria de Dios. Es decir, que Cristo quiere que todos nuestros actos se hagan con él, como cómplice o como testigo. Y la razón es ésta: que las cosas buenas las hagamos con él como autor, y renunciemos a realizar las malas en razón de nuestra unión con él. Quien es consciente de tener a Cristo como compañero, se avergüenza de hacer cosas malas. Cristo en las cosas buenas es nuestra ayuda, en las malas es nuestro conservador.
Por eso, al levantarnos por la mañana, debemos dar gracias al Salvador y, antes de toda acción profana, realizar algún acto de piedad, por haber él velado nuestro descanso y nuestro sueño mientras dormíamos en nuestros lechos. Al levantarnos, pues, debemos dar gracias a Cristo y llevar a cabo, bajo la señal del Salvador, todo el trabajo de la jornada. ¿No es verdad que cuando todavía eras pagano solías escrutar diligentemente los signos e indagar con gran cuidado qué señales eran favorables para tal o cual negocio? No quiero que en adelante yerres cuanto al número. Has de saber que en la única señal de Cristo radica la prosperidad de todas las cosas. Quien en esta señal comenzare a sembrar, conseguirá el fruto de la vida eterna; el que en esta señal emprendiere un viaje, llegará hasta el cielo. Por tanto, hemos de orientar todos nuestros actos inspirados por este nombre, y referir a él todos los movimientos de nuestra vida, pues que, como dice el Apóstol: En él vivimos, nos movemos y existimos.
Igualmente, cuando el atardecer clausura la jornada debemos alabar al Señor con el salterio y cantar melodiosamente himnos a su gloria, a fin de que, consumado el combate de nuestras obras, merezcamos como los vencedores el descanso, y el olvido del sueño sea algo así como la palma debida a nuestras fatigas. A hacer esto, hermanos, no sólo nos impulsa la razón: nos lo aconsejan los mismos ejemplos. ¿No vemos, en efecto, cómo las diminutas avecillas, cuando la aurora abre las puertas a la claridad del día, se ponen a cantar armoniosamente en aquellas especie de celdas que son sus nidos, y lo hacen solícitamente antes de salir, como si quisieran acariciar a su Creador con la suavidad de su canto, al no poder hacerlo con las palabras?; ¿y cómo cada una de ellas, al no poder confesarlo, le rinde el homenaje de su canto, de suerte que parece dar gracias con mayor devoción la que más dulcemente canta? Y ¿no hacen otro tanto al final de la jornada?
Por eso, al levantarnos por la mañana, debemos dar gracias al Salvador y, antes de toda acción profana, realizar algún acto de piedad, por haber él velado nuestro descanso y nuestro sueño mientras dormíamos en nuestros lechos. Al levantarnos, pues, debemos dar gracias a Cristo y llevar a cabo, bajo la señal del Salvador, todo el trabajo de la jornada. ¿No es verdad que cuando todavía eras pagano solías escrutar diligentemente los signos e indagar con gran cuidado qué señales eran favorables para tal o cual negocio? No quiero que en adelante yerres cuanto al número. Has de saber que en la única señal de Cristo radica la prosperidad de todas las cosas. Quien en esta señal comenzare a sembrar, conseguirá el fruto de la vida eterna; el que en esta señal emprendiere un viaje, llegará hasta el cielo. Por tanto, hemos de orientar todos nuestros actos inspirados por este nombre, y referir a él todos los movimientos de nuestra vida, pues que, como dice el Apóstol: En él vivimos, nos movemos y existimos.
Igualmente, cuando el atardecer clausura la jornada debemos alabar al Señor con el salterio y cantar melodiosamente himnos a su gloria, a fin de que, consumado el combate de nuestras obras, merezcamos como los vencedores el descanso, y el olvido del sueño sea algo así como la palma debida a nuestras fatigas. A hacer esto, hermanos, no sólo nos impulsa la razón: nos lo aconsejan los mismos ejemplos. ¿No vemos, en efecto, cómo las diminutas avecillas, cuando la aurora abre las puertas a la claridad del día, se ponen a cantar armoniosamente en aquellas especie de celdas que son sus nidos, y lo hacen solícitamente antes de salir, como si quisieran acariciar a su Creador con la suavidad de su canto, al no poder hacerlo con las palabras?; ¿y cómo cada una de ellas, al no poder confesarlo, le rinde el homenaje de su canto, de suerte que parece dar gracias con mayor devoción la que más dulcemente canta? Y ¿no hacen otro tanto al final de la jornada?