Llama al Monte Sión «madre de los primogénitos»; en ella estaremos juntamente con Cristo

(De los comentarios de san Cirilo de Alejandría sobre el libro del profeta Miqueas)

Mirad, yo coloco en Sión una piedra probada, angular, preciosa: quien crea en ella no quedará defraudado. Y si bien los arquitectos de Sión desecharon esta piedra probada y preciosa, sin embargo es ahora la piedra angular. Efectivamente, Cristo reinó sobre gentiles y circuncisos, a quienes, además, transformó en un hombre nuevo, haciendo las paces por su cruz y formando con ellos como un solo ángulo por la concordia del Espíritu. Pues está escrito: En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo.

Y como quiera que mediante la santidad y la fe se conformaron plenamente con esta suma y preciosísima piedra angular, es correcto e imbuido de sabiduría lo que escribió san Pedro: También vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción del templo del Espíritu, para ser templo santo, morada de Dios, por el Espíritu.

Al final de los días estará firme el monte de la casa del Señor. En estas mismas palabras aparece ya con toda claridad la profecía que pronunciaba la constitución de la Iglesia con gente procedente del paganismo. Eliminado el Israel según la carne, habiendo cesado los sacrificios legales, suprimido el sacerdocio levítico, reducido a cenizas aquel famosísimo templo y destruida Jerusalén, Cristo fundó la Iglesia de la gentilidad y, como quien dice, al final de los tiempos, es decir, al final de este mundo, en ese momento se hizo uno de nosotros. Así pues, llama «monte» a la Iglesia, que es la casa de Dios vivo. Es realmente encumbrada, porque en ella no hay absolutamente nada bajo o vil, sino que el conocimiento de las verdades divinas la eleva a alturas sublimes. Por su parte, la vida misma de los que son justificados en Cristo y santificados por el Espíritu, está construida a gran altura.

A nosotros nos interesa Cristo y hemos de considerar sus oráculos como el camino recto. En su compañía andaremos el camino no tan sólo en el mundo presente y en el pasado, sino sobre todo en el futuro. Es doctrina segura: los que ahora padecen juntos, caminarán siempre juntos, juntos serán glorificados, juntos reinarán. Interesa con especial apremio Cristo a todos aquellos que nada aman tanto como a Cristo, a los que dan esquinazo a las hueras distracciones del mundo, buscan con particular ahínco la justicia y lo que a él pueda agradarle, y miran de sobresalir en la virtud. Tenemos de esto un modelo en san Pablo, quien escribe: Estoy crucificado con Cristo: vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí.

Insiste nuevamente el profeta en que Israel no puede abandonar toda esperanza. Es verdad que fue castigado y rechazado o arrojado por su gravísima impiedad, como enemigo de Dios, como execrable y profano adorador de los ídolos, como culpable de no pocos homicidios. Dieron muerte a los profetas y, para colmo, colgaron de la cruz al mismo salvador y libertador universal. Y aun así, en atención a los padres, un resto consiguió la misericordia y la salvación, convirtiéndose en un gran pueblo.

En efecto, interpretar como pueblo numerosísimo la multitud de los justificados en Cristo, es legítimo y totalmente justo. Su verdadera nobleza, aquella que puede granjearle la admiración, reside en los bienes del alma y en la rectitud de corazón, es decir, en la santificación, la esperanza en Cristo, una fe genuina de admirable poder, una estupenda paciencia, ser el reino de Cristo en persona y adherirse a él como a único maestro. Pues uno es nuestro Maestro: Cristo. Llama «monte de Sión» a la Jerusalén celestial, madre de los primogénitos, donde estaremos en compañía de Cristo.