El don del Padre en Cristo

(Del Tratado de san Hilario, obispo, Sobre la Santísima Trinidad)

El Señor mandó bautizar en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, esto es, en la profesión de fe en el Creador, en el Hijo único y en el que es llamado Don.

Uno solo es el Creador de todo, ya que uno solo es Dios Padre, de quien procede todo; y uno solo el Hijo único, nuestro Señor Jesucristo, por quien ha sido hecho todo; y uno solo el Espíritu, que a todos nos ha sido dado.

Todo, pues, se halla ordenado según la propia virtud y operación: un Poder del cual procede todo, un Hijo por quien existe todo, un Don que es garantía de nuestra esperanza consumada. Ninguna falta se halla en semejante perfección; dentro de ella, en el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo, se halla lo infinito en lo eterno, la figura en la imagen, la fruición en el don.

Escuchemos las palabras del Señor en persona, que nos describe cuál es la acción específica del Espíritu en nosotros; dice, en efecto: Tendría aún muchas cosas que deciros, pero no estáis ahora en disposición de entenderlas. Os conviene, por tanto, que yo me vaya, porque, si me voy, os enviaré el Abogado.

Y también: Yo rogaré al Padre y él os dará otro Abogado que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de verdad. Él os conducirá a la verdad completa, porque no hablará por cuenta propia, sino que os dirá cuanto se le comunique y os anunciará las cosas futuras. Él me glorificará, porque tomará de lo que es mío.

Esta pluralidad de afirmaciones tiene por objeto darnos una mayor comprensión, ya que en ellas se nos explica cuál sea la voluntad del que nos otorga su Don, y cuál la naturaleza de este mismo Don: pues, ya que la debilidad de nuestra razón nos hace incapaces de conocer al Padre y al Hijo y nos dificulta el creer en la encarnación de Dios, el Don que es el Espíritu Santo, con su luz, nos ayuda a penetrar en estas verdades.

Al recibirlo, pues, se nos da un conocimiento más profundo. Porque, del mismo modo que nuestro cuerpo natural, cuando se ve privado de los estímulos adecuados, permanece inactivo (por ejemplo, los ojos, privados de luz, los oídos, cuando falta el sonido, y el olfato, cuando no hay ningún olor, no ejercen su función propia, no porque dejen de existir por la falta de estímulo, sino porque necesitan este estímulo para actuar), así también nuestra alma, si no recibe por la fe el Don que es el Espíritu, tendrá ciertamente una naturaleza capaz de entender a Dios, pero le faltará la luz para llegar a ese conocimiento. El Don de Cristo está todo entero a nuestra disposición y se halla en todas partes, pero se da a proporción del deseo y de los méritos de cada uno. Este Don está con nosotros hasta el fin del mundo; él es nuestro solaz en este tiempo de expectación; él, con su actuación en nosotros, es la garantía de nuestra esperanza futura; él es la luz de nuestra mente, el resplandor de nuestro espíritu.