Los apóstoles predicaban a Jesús crucificado

(De los sermones de Eusebio de Emesa, obispo)

Dos hombres entraban en la ciudad; dos hombres sin provisión de pan, sin dinero, sin túnica de repuesto. ¿Quién te imaginas que los recibía? ¿Qué puertas se les abrían? ¿Quién era el que los reconocía? ¿Qué hospedaje se les preparaba y dónde? ¿No te admira el poder de quien los envía y la fe de los que son enviados? Dos peregrinos hacían su entrada en la ciudad. ¿De qué eran portadores? ¿Qué es lo que predicaban? «Fue crucificado», decían. Para los judíos, eran hombres de humilde extracción, ignorantes, sin cultura, pobres. Su predicación: ¡la cruz! De ahí la fe. Pero el valor se abre paso a través de las dificultades. Se predica la cruz y los templos son destruidos; se predica la cruz y son vencidos los reyes. Se predica la cruz y los sabios son convencidos de error, las fiestas paganas son abolidas y sus dioses suprimidos.

¿Por qué te admiras de que se haya dado crédito a los apóstoles, o de que hayan sido capaces de creer, o de que se hayan convertido, o de que hayan sido acogidos? Que no se nos pasen por alto tantas maravillas. Unos peregrinos, desconocidos, que a nadie conocían, portadores de nada llamativo, recorrieron el mundo predicando al crucificado, oponiendo el ayuno a la crápula, la molesta castidad a la lascivia. Normas estas que tenían que resultarles poco menos que intolerables a gentes las menos predispuestas a aceptar unas exhortaciones de honestidad tan reñidas con sus nefandas costumbres.

Y sin embargo, se adueñaban de la gente y ocupaban ciudades. ¿Con qué efectivos? Con la fuerza de la cruz. El que los envió no les dio oro. Lo tenían –y en abundancia–los reyes. Pero les dio algo que los reyes son incapaces de adquirir o poseer: a unos hombres mortales les dio el poder de resucitar muertos; a ellos, hombres sujetos a la enfermedad, les autorizó a curar las enfermedades. Un rey no puede resucitar a un soldado de entre los muertos, y el mismo rey está sujeto a la enfermedad.

En cambio, quien los envió resucita y cura a los enfermos. Compara ahora las riquezas de los reyes y las riquezas de los apóstoles. Fíjate en la diversa condición social: el rey es noble, los apóstoles, humildes; pero siendo mortales, realizaron cosas divinas con la ayuda de Dios. Y si alguien pretende que los apóstoles no hicieron milagros, nuestra admiración sube de punto. En efecto, si resucitaron muertos, dieron vista a los ciegos, hicieron caminar a los cojos y limpiaron a los leprosos, mediante estos signos barrieron la irreligiosidad e implantaron la fe; es realmente admirable que no den fe a estos milagros de los que existe constancia escrita. Antes de la crucifixión los discípulos no hicieron milagro alguno; después de la crucifixión sí que los hicieron. Y si algo hicieron antes de la crucifixión, no tuvo resonancia alguna: mas cuando la sangre divina borró el protocolo que nos condenaba con sus cláusulas y era contrario a nosotros; cuando nosotros, inmundos, fuimos lavados en la sangre; cuando la muerte fue vencida por la muerte; cuando, por un hombre, Dios derrocó al que devoraba a los hombres; cuando, por la obediencia, dio muerte al pecado; cuando Adán fue rehabilitado por un Hombre; cuando por medio de la Virgen, fue cancelado el error originario, entonces es cuando los apóstoles obedecen y las sombras despiertan a los hombres que duermen.

Y es que la fuerza divina se había adueñado de aquellos a quienes les fue enviada. Ya no eran lo que eran, lo que éramos: habían sido revestidos. Y así como el hierro, antes de ser puesto en contacto con el fuego, es frío y en todo semejante a cualquier otro hierro, pero cuando es metido en el fuego y se vuelve incandescente, pierde su frigidez natural e irradia otra naturaleza incandescente, idéntica operación realizan los hombres mortales que se han revestido de Jesús. Así lo enseña Pablo cuando dice: Vivo yo, pero no soy yo –¡estoy muerto con una óptima muerte!–, es Cristo quien vive en mí.