(De la Audiencia General del Papa Francisco del 9 de enero de 2019)
La catequesis de hoy hace referencia al Evangelio de Lucas. De hecho, es sobre todo este Evangelio, desde los relatos de la infancia, el que describe la figura del Cristo en una atmósfera densa de oración. En él, están contenidos los tres himnos que marcan la oración de la iglesia cada día: el Benedictus, el Magnificat y el Nunc dimittis.
En esta catequesis sobre el Padre nuestro vamos adelante, vemos a Jesús como orante. Jesús reza. En el relato de Lucas, por ejemplo, el episodio de la transfiguración brota de un momento de oración. Dice así: «Mientras oraba, el aspecto de su rostro se mudó y sus vestidos eran de una blancura fulgurante» (9,29). Pero cada paso en la vida de Jesús está inspirado por el soplo del Espíritu que lo guía en todas sus acciones. Jesús reza en el bautismo en el Jordán, habla con el Padre antes de tomar las decisiones más importantes, a menudo se retira en soledad para orar, intercede por Pedro, quien en breve lo negará. Dice así: «¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha solicitado el poder cribaros como trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca» (Lucas 22,31-32). Esto consuela: saber que Jesús ora por nosotros, ora por mí, por cada uno de nosotros para que nuestra fe no falle. Y esto es verdad. «Pero, padre, ¿todavía lo hace?» Él todavía lo hace, delante del Padre. Jesús ora por mí. Cada uno de nosotros puede decirlo. Y también podemos decirle a Jesús: «Estás orando por mí, sigue orando porque lo necesito». Así: valientes. Incluso la muerte del Mesías está inmersa en una atmósfera de oración, de modo que las horas de la pasión aparecen marcadas por una calma sorprendente: Jesús consuela a las mujeres, ora por sus crucificadores, promete el paraíso al buen ladrón y respira diciendo: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu» (Lucas 23,45). La oración de Jesús parece amortiguar las emociones más violentas, los deseos de venganza y revancha, reconcilia al hombre con su enemigo acérrimo, reconcilia al hombre con este enemigo, que es la muerte.
Es siempre en el Evangelio de Lucas donde encontramos la petición, expresada por uno de los discípulos, de poder ser educados por el mismo Jesús en la oración. Y así dice: «Señor, enséñanos a orar» (Lucas 11,1). Lo vieron rezando. «Enséñanos, también podemos decirle al Señor: Señor, estás orando por mí, lo sé, pero enséñame a orar, para que también yo pueda orar». De esta petición, «Señor, enséñanos a orar», nace una enseñanza bastante extensa, a través de la cual Jesús explica a las suyos con qué palabras y con qué sentimientos deben dirigirse a Dios.
La primera parte de esta enseñanza es precisamente el Padre Nuestro. Oren así: «Padre, que estás en el cielo». «Padre»: esa hermosa palabra para decir. Podemos quedarnos todo el tiempo de la oración solo con esa palabra: «Padre». Y sentir que tenemos un padre: no un padre autoritario o un padrastro. No: un padre. El cristiano se dirige a Dios llamándolo por encima de todo «Padre».
En esta enseñanza que Jesús da a sus discípulos, es interesante detenerse en algunas instrucciones que coronan el texto de la oración. Para darnos confianza, Jesús explica algunas cosas que insisten en las actitudes del creyente que reza. Por ejemplo, está la parábola del amigo impío, que molesta a toda la familia que duerme porque, de repente, una persona ha llegado de un viaje y no tiene pan que ofrecerle. ¿Qué le dice Jesús a este que toca a la puerta y despierta al amigo? «Yo os digo —explica Jesús— pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama se le abrirá» (Lucas 11,9). Con esto él quiere enseñarnos a orar e insistir en la oración. E inmediatamente después da el ejemplo de un padre que tiene un hijo hambriento.
Todos vosotros, padres y abuelos, que estáis aquí, cuando el hijo o el nieto piden algo, tiene hambre, pide y pide, luego llora, grita, tiene hambre: «¿Qué padre hay entre vosotros que, si su hijo le pide un pez, en lugar de un pez le da una culebra?» (v. 11). Y todos vosotros tenéis la experiencia cuando el niño pide, vosotros le dais de comer y todo lo que pide por el bien de él. Con estas palabras, Jesús nos hace entender que Dios siempre responde, que ninguna oración quedará sin ser escuchada, ¿por qué? Porque es un Padre, y no olvida a sus hijos que sufren. Por supuesto, estas declaraciones nos ponen en crisis, porque muchas de nuestras oraciones parecen no obtener ningún resultado. ¿Cuántas veces hemos pedido y no hemos obtenido, todos lo hemos experimentado, cuántas veces hemos llamado y encontrado una puerta cerrada? Jesús nos insta, en esos momentos, a insistir y no rendirnos. La oración siempre transforma la realidad, siempre. Si las cosas no cambian a nuestro alrededor, al menos nosotros cambiamos, cambiamos nuestro corazón. Jesús prometió el don del Espíritu Santo a cada hombre y a cada mujer que reza.
Podemos estar seguros de que Dios responderá. La única incertidumbre se debe a los tiempos, pero no dudamos de que Él responderá. Tal vez tengamos que insistir toda la vida, pero Él responderá. Nos prometió: no es como un padre que da una serpiente en lugar de un pez. No hay nada más seguro: un día se cumplirá el deseo de felicidad que todos llevamos en nuestros corazones. Jesús dice: «Y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que están clamando a él día y noche y les hace esperar?» (Lucas 18,7). Sí, él hará justicia, nos escuchará. ¡Qué día de gloria y resurrección será! Orar es ahora la victoria sobre la soledad y la desesperación. Rezar. La oración cambia la realidad, no la olvidemos. O cambia las cosas o cambia nuestros corazones, pero siempre cambia. Orar es ahora la victoria sobre la soledad y la desesperación. Es como ver cada fragmento de la creación hirviendo en el torpor de una historia que a veces no comprendemos el porqué. Pero está en movimiento, está en camino, y al final de cada camino, ¿qué hay al final de nuestro camino? Al final de la oración, al final de un tiempo en el que estamos rezando, al final de la vida: ¿qué hay allí? Hay un Padre que espera todo y espera a todos con los brazos abiertos. Miremos a este Padre.
En esta catequesis sobre el Padre nuestro vamos adelante, vemos a Jesús como orante. Jesús reza. En el relato de Lucas, por ejemplo, el episodio de la transfiguración brota de un momento de oración. Dice así: «Mientras oraba, el aspecto de su rostro se mudó y sus vestidos eran de una blancura fulgurante» (9,29). Pero cada paso en la vida de Jesús está inspirado por el soplo del Espíritu que lo guía en todas sus acciones. Jesús reza en el bautismo en el Jordán, habla con el Padre antes de tomar las decisiones más importantes, a menudo se retira en soledad para orar, intercede por Pedro, quien en breve lo negará. Dice así: «¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha solicitado el poder cribaros como trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca» (Lucas 22,31-32). Esto consuela: saber que Jesús ora por nosotros, ora por mí, por cada uno de nosotros para que nuestra fe no falle. Y esto es verdad. «Pero, padre, ¿todavía lo hace?» Él todavía lo hace, delante del Padre. Jesús ora por mí. Cada uno de nosotros puede decirlo. Y también podemos decirle a Jesús: «Estás orando por mí, sigue orando porque lo necesito». Así: valientes. Incluso la muerte del Mesías está inmersa en una atmósfera de oración, de modo que las horas de la pasión aparecen marcadas por una calma sorprendente: Jesús consuela a las mujeres, ora por sus crucificadores, promete el paraíso al buen ladrón y respira diciendo: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu» (Lucas 23,45). La oración de Jesús parece amortiguar las emociones más violentas, los deseos de venganza y revancha, reconcilia al hombre con su enemigo acérrimo, reconcilia al hombre con este enemigo, que es la muerte.
Es siempre en el Evangelio de Lucas donde encontramos la petición, expresada por uno de los discípulos, de poder ser educados por el mismo Jesús en la oración. Y así dice: «Señor, enséñanos a orar» (Lucas 11,1). Lo vieron rezando. «Enséñanos, también podemos decirle al Señor: Señor, estás orando por mí, lo sé, pero enséñame a orar, para que también yo pueda orar». De esta petición, «Señor, enséñanos a orar», nace una enseñanza bastante extensa, a través de la cual Jesús explica a las suyos con qué palabras y con qué sentimientos deben dirigirse a Dios.
La primera parte de esta enseñanza es precisamente el Padre Nuestro. Oren así: «Padre, que estás en el cielo». «Padre»: esa hermosa palabra para decir. Podemos quedarnos todo el tiempo de la oración solo con esa palabra: «Padre». Y sentir que tenemos un padre: no un padre autoritario o un padrastro. No: un padre. El cristiano se dirige a Dios llamándolo por encima de todo «Padre».
En esta enseñanza que Jesús da a sus discípulos, es interesante detenerse en algunas instrucciones que coronan el texto de la oración. Para darnos confianza, Jesús explica algunas cosas que insisten en las actitudes del creyente que reza. Por ejemplo, está la parábola del amigo impío, que molesta a toda la familia que duerme porque, de repente, una persona ha llegado de un viaje y no tiene pan que ofrecerle. ¿Qué le dice Jesús a este que toca a la puerta y despierta al amigo? «Yo os digo —explica Jesús— pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama se le abrirá» (Lucas 11,9). Con esto él quiere enseñarnos a orar e insistir en la oración. E inmediatamente después da el ejemplo de un padre que tiene un hijo hambriento.
Todos vosotros, padres y abuelos, que estáis aquí, cuando el hijo o el nieto piden algo, tiene hambre, pide y pide, luego llora, grita, tiene hambre: «¿Qué padre hay entre vosotros que, si su hijo le pide un pez, en lugar de un pez le da una culebra?» (v. 11). Y todos vosotros tenéis la experiencia cuando el niño pide, vosotros le dais de comer y todo lo que pide por el bien de él. Con estas palabras, Jesús nos hace entender que Dios siempre responde, que ninguna oración quedará sin ser escuchada, ¿por qué? Porque es un Padre, y no olvida a sus hijos que sufren. Por supuesto, estas declaraciones nos ponen en crisis, porque muchas de nuestras oraciones parecen no obtener ningún resultado. ¿Cuántas veces hemos pedido y no hemos obtenido, todos lo hemos experimentado, cuántas veces hemos llamado y encontrado una puerta cerrada? Jesús nos insta, en esos momentos, a insistir y no rendirnos. La oración siempre transforma la realidad, siempre. Si las cosas no cambian a nuestro alrededor, al menos nosotros cambiamos, cambiamos nuestro corazón. Jesús prometió el don del Espíritu Santo a cada hombre y a cada mujer que reza.
Podemos estar seguros de que Dios responderá. La única incertidumbre se debe a los tiempos, pero no dudamos de que Él responderá. Tal vez tengamos que insistir toda la vida, pero Él responderá. Nos prometió: no es como un padre que da una serpiente en lugar de un pez. No hay nada más seguro: un día se cumplirá el deseo de felicidad que todos llevamos en nuestros corazones. Jesús dice: «Y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que están clamando a él día y noche y les hace esperar?» (Lucas 18,7). Sí, él hará justicia, nos escuchará. ¡Qué día de gloria y resurrección será! Orar es ahora la victoria sobre la soledad y la desesperación. Rezar. La oración cambia la realidad, no la olvidemos. O cambia las cosas o cambia nuestros corazones, pero siempre cambia. Orar es ahora la victoria sobre la soledad y la desesperación. Es como ver cada fragmento de la creación hirviendo en el torpor de una historia que a veces no comprendemos el porqué. Pero está en movimiento, está en camino, y al final de cada camino, ¿qué hay al final de nuestro camino? Al final de la oración, al final de un tiempo en el que estamos rezando, al final de la vida: ¿qué hay allí? Hay un Padre que espera todo y espera a todos con los brazos abiertos. Miremos a este Padre.