(De "La paz interior" por Jacques Philippe)
Una de las más hermosas expresiones del abandono confiado en las manos de Dios es el salmo 23 de la Biblia:
El Señor es mi pastor, nada me falta.
Me hace recostar en verdes praderas
Y me lleva a frescas aguas.
Recrea mi alma,
me guía por las rectas sendas
por amor de su nombre.
Aunque haya de pasar por un valle tenebroso
no temo mal alguno porque Tú estás conmigo.
Tu clava y tu cayado son mis consuelos.
Tú dispones ante mí una mesa
enfrente de mis enemigos.
Derramas el óleo sobre mi cabeza,
y mi cáliz rebosa.
Sólo bondad y benevolencia me acompañan
todos los días de mi vida.
Y moraré en la casa del Señor
por dilatados días.
Querríamos volver algunos momentos sobre esta sorprendente afirmación de la Sagrada Escritura según la cual Dios no permite que nos falte nada. Eso servirá para desenmascarar una tentación, a veces sutil, en la que caen muchas personas y que paraliza enormemente el avance espiritual.
Se trata concretamente de la tentación de creer que falta algo esencial en nuestra situación (personal, familiar...) y que, a causa de eso, se nos niega el avance y la posibilidad de desarrollarnos espiritualmente.
Por ejemplo, carezco de salud, y entonces no consigo rezar del modo que me parece indispensable; o bien, el entorno familiar me impide organizar mis actividades espirituales como quisiera; o también, no tengo las cualidades, la fuerza, las virtudes y los dones necesarios para hacer algo valioso en el terreno de la vida cristiana. No estoy satisfecho con mi vida, con mi persona o con mis condiciones, y vivo con la constante sensación de que, mientras las cosas sigan así, me será imposible vivir real e intensamente. Me siento en inferioridad respecto a los otros, y llevo conmigo la continua nostalgia de una vida distinta, mejor, más favorable, en la que, por fin, podría hacer cosas importantes.
Según la expresión de Rimbaud, tengo la sensación de que «la verdadera vida está en otra parte», en una parte en la que no está mi vida, y que esta no es una verdadera vida, que, por culpa de algunas limitaciones o algunos sufrimientos, no me ofrece las condiciones de un auténtico florecimiento espiritual.
Estoy concentrado en lo negativo de mi situación, en lo que me falta para ser feliz, y eso me vuelve descontento, envidioso y desanimado y, en consecuencia, no adelanto; me digo: la auténtica vida está en otra parte y, sencillamente, me olvido de vivir.
No obstante, a veces bastaría muy poca cosa para que todo fuera distinto y yo avanzara a pasos de gigante: bastaría otra mirada, una mirada de confianza y de esperanza en mi situación (basada en la certeza de que nada podrá faltarme). Y entonces, las puertas se abrirían delante de mí: unas posibilidades inesperadas de crecimiento espiritual.
A menudo vivimos en medio de una ilusión: queremos que cambie lo que nos rodea, que cambien las circunstancias, y tenemos la impresión de que, entonces, todo iría mejor. Pero eso suele ser un error: no son las circunstancias exteriores las que han de cambiar: en primer lugar ha de cambiar nuestro corazón, purificándose de su encierro, de su tristeza, de su falta de esperanza: «Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). Bienaventurados los que tienen el corazón purificado por la fe y la esperanza, que dirigen hacia su vida una mirada iluminada por la certeza de que, a pesar de las apariencias desfavorables, Dios está presente, atiende a sus necesidades esenciales y que, por lo tanto, nada les falta. Entonces, si tienen esta fe, verán a Dios: experimentarán la presencia de Dios, que les acompaña y les guía; comprenderán que todas aquellas circunstancias que les parecían negativas y perjudiciales para su vida espiritual, en la pedagogía de Dios son, de hecho, medios poderosos para hacerles avanzar y crecer. San Juan de la Cruz dice que «suele ocurrir que, por donde cree perder, el alma gana y aprovecha más». Eso es muy cierto.
En algunas ocasiones estamos tan obnubilados por lo que no funciona, por lo que (¡según nuestros criterios!) debería ser diferente en nuestro caso, que olvidamos lo positivo, además de que no sabemos aprovechar todos los aspectos de nuestra situación, incluso los aparentemente negativos, para acercarnos a Dios y crecer en fe, en amor y en humildad. Lo que nos falta es, sobre todo, la convicción de que «el amor de Dios saca provecho de todo, del bien y del mal que se encuentra en mí» (Santa Teresa de Lisieux, inspirándose en San Juan de la Cruz). En lugar de lamentarnos y de querer librarnos a toda costa de nuestras imperfecciones, podríamos convertirlas en unas ocasiones espléndidas para avanzar en humildad y confianza en la misericordia de Dios y, como consecuencia, en santidad.
El problema de fondo es que estamos demasiado apegados a nuestras opiniones sobre lo que es bueno y lo que no lo es, y no confiamos suficientemente en la Sabiduría y el poder de Dios. No creemos que sea capaz de usar de todo para nuestro bien y que nunca, en cualquier circunstancia, dejará que nos falte lo esencial, en pocas palabras, lo que nos permita amar más, pues crecer o desarrollarse en la vida espiritual es aprender a amar. Si tuviéramos más fe, muchas circunstancias que consideramos perniciosas podrían convertirse en unas ocasiones maravillosas para amar más, ser más pacientes, más humildes, más dulces, más misericordiosos, y de abandonarnos más en las manos de Dios.
Cuando lleguemos a convencernos de esto, obtendremos una fuerza inmensa: Dios puede permitir que algunas veces me falte el dinero, la salud, el talento, las virtudes, pero nunca me faltará Él mismo, su ayuda y su misericordia, y todo lo que me permita acercarme siempre más estrechamente a Él, amarle más intensamente, amar mejor al prójimo y alcanzar la santidad.