(De la Audiencia General del Papa Francisco del 17 de octubre de 2018)
Hoy quisiera continuar la catequesis sobre la Quinta Palabra del Decálogo: «No matarás». Ya hemos subrayado cómo este mandamiento revela que a los ojos de Dios la vida humana es valiosa, sacra e inviolable. Nadie puede despreciar la vida de otros o la propia; el hombre, de hecho, lleva en sí la imagen de Dios y es objeto de su amor infinito, cualquiera que sea la condición en la que ha sido llamado a la existencia.
En el pasaje del Evangelio que hemos escuchado hace poco, Jesús nos revela de este mandamiento un sentido aún más profundo. Él afirma que, frente al tribunal de Dios, también la ira contra un hermano es una forma de homicidio. Por eso, el Apóstol Juan escribe: «Todo el que aborrece a su hermano es un asesino» (1 Juan 3,15). Pero Jesús no se detiene en esto, y en la misma lógica añade que también el insulto y el desprecio pueden matar. Y nosotros estamos acostumbrados a insultar, es cierto. Y nos sale un insulto como si fuera un suspiro. Y Jesús nos dice: «Detente, porque el insulto hace mal, mata». El desprecio. «Pero yo... esta gente, a este lo desprecio». Y esta es una forma para matar la dignidad de una persona. Y sería hermoso que esta enseñanza de Jesús entrara en la mente y en el corazón, y cada uno de nosotros dijera: «Nunca insultaré a nadie». Sería un propósito hermoso, porque Jesús nos dice: «Mira, si tú desprecias, si tú insultas, si tú odias, eso es homicidio».
Ningún código humano equipara hechos tan diferentes asignándoles el mismo grado de juicio. Y de manera coherente, Jesús invita además a interrumpir la oferta del sacrificio en el templo si se recuerda que un hermano se ha ofendido con nosotros, para ir a buscarlo y reconciliarse con él. También nosotros, cuando vamos a Misa, deberíamos tener esta actitud de reconciliación con las personas con las que hemos tenido problemas. Incluso si hemos pensado mal de ellos, les hemos insultado. Pero muchas veces, mientras esperamos que venga el sacerdote a decir la Misa, se charla un poco y se habla más de los demás. Pero esto no se puede hacer. Pensemos en la gravedad del insulto, del desprecio, del odio: Jesús los pone al mismo nivel del asesinato. ¿Qué pretende decir Jesús, extendiendo hasta este punto el campo de la Quinta Palabra? El hombre tiene una vida noble, muy sensible, y posee un yo recóndito no menos importante de su ser físico. De hecho, para ofender la inocencia de un niño basta una frase inoportuna. Para herir a una mujer puede bastar un gesto de frialdad. Para partir el corazón de un joven es suficiente negarle la confianza. Para aniquilar a un hombre basta ignorarlo. La indiferencia mata. Es como decir a la otra persona: «Tú estás muerto para mí», porque tú lo has matado en tu corazón. No amar es el primer paso para matar; y no matar es el primer paso para amar.
En la Biblia, al inicio, se lee esa frase terrible salida de la boca del primer homicida, Caín, después de que el Señor le pregunta dónde está su hermano, Caín responde: «No lo sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?» (Génesis 4,9). Así hablan los asesinos: «no me afecta», «son cosas tuyas» y cosas similares. Probemos a responder a esta pregunta: ¿Somos nosotros los custodios de nuestros hermanos? ¡Sí que lo somos! ¡Somos custodios los unos de los otros! Y este es el camino de la vida, es el camino del no matarás. La vida humana necesita amor. Y, ¿cuál es el amor auténtico? Es el que Cristo nos ha mostrado, es decir, la misericordia. El amor del que no podemos prescindir es el que perdona, que acoge a quien nos ha hecho mal. Ninguno puede sobrevivir sin misericordia, todos necesitamos el perdón. Por lo tanto, si matar significa destruir, suprimir, eliminar a alguien, entonces no matar querrá decir cuidar, valorar, incluir. Y también perdonar.
Nadie se puede ilusionar pensando: «Estoy bien porque no hago nada malo» un mineral o una planta tienen este tipo de existencia, en cambio el hombre, no; una persona —un hombre o una mujer— no. A un hombre o a una mujer se les pide más. Hay bien por hacer, preparado para cada uno de nosotros, cada uno el suyo, que nos hace ser nosotros mismos hasta el fondo. «No matarás» es un llamamiento al amor y a la misericordia, es una llamada a vivir según el Señor Jesús, que dio la vida por nosotros y por nosotros resucitó. Una vez repetimos todos juntos, aquí en la plaza, una frase de un Santo sobre esto. Tal vez nos ayude: «No hacer el mal es algo bueno. Pero no hacer el bien no es bueno». Siempre debemos hacer el bien. Ir más allá.
Él, el Señor, que encarnándose santificó nuestra existencia; Él, que con su sangre la hizo inestimable; Él, «el jefe que lleva a la vida» (Hechos 3,15), gracias al que cada uno es un regalo del Padre. En Él, en su amor más fuerte que la muerte y por la potencia del Espíritu que el Padre nos da, podemos acoger la Palabra «No matarás» como el llamamiento más importante y esencial: es decir, no matarás significa una llamada al amor.
En el pasaje del Evangelio que hemos escuchado hace poco, Jesús nos revela de este mandamiento un sentido aún más profundo. Él afirma que, frente al tribunal de Dios, también la ira contra un hermano es una forma de homicidio. Por eso, el Apóstol Juan escribe: «Todo el que aborrece a su hermano es un asesino» (1 Juan 3,15). Pero Jesús no se detiene en esto, y en la misma lógica añade que también el insulto y el desprecio pueden matar. Y nosotros estamos acostumbrados a insultar, es cierto. Y nos sale un insulto como si fuera un suspiro. Y Jesús nos dice: «Detente, porque el insulto hace mal, mata». El desprecio. «Pero yo... esta gente, a este lo desprecio». Y esta es una forma para matar la dignidad de una persona. Y sería hermoso que esta enseñanza de Jesús entrara en la mente y en el corazón, y cada uno de nosotros dijera: «Nunca insultaré a nadie». Sería un propósito hermoso, porque Jesús nos dice: «Mira, si tú desprecias, si tú insultas, si tú odias, eso es homicidio».
Ningún código humano equipara hechos tan diferentes asignándoles el mismo grado de juicio. Y de manera coherente, Jesús invita además a interrumpir la oferta del sacrificio en el templo si se recuerda que un hermano se ha ofendido con nosotros, para ir a buscarlo y reconciliarse con él. También nosotros, cuando vamos a Misa, deberíamos tener esta actitud de reconciliación con las personas con las que hemos tenido problemas. Incluso si hemos pensado mal de ellos, les hemos insultado. Pero muchas veces, mientras esperamos que venga el sacerdote a decir la Misa, se charla un poco y se habla más de los demás. Pero esto no se puede hacer. Pensemos en la gravedad del insulto, del desprecio, del odio: Jesús los pone al mismo nivel del asesinato. ¿Qué pretende decir Jesús, extendiendo hasta este punto el campo de la Quinta Palabra? El hombre tiene una vida noble, muy sensible, y posee un yo recóndito no menos importante de su ser físico. De hecho, para ofender la inocencia de un niño basta una frase inoportuna. Para herir a una mujer puede bastar un gesto de frialdad. Para partir el corazón de un joven es suficiente negarle la confianza. Para aniquilar a un hombre basta ignorarlo. La indiferencia mata. Es como decir a la otra persona: «Tú estás muerto para mí», porque tú lo has matado en tu corazón. No amar es el primer paso para matar; y no matar es el primer paso para amar.
En la Biblia, al inicio, se lee esa frase terrible salida de la boca del primer homicida, Caín, después de que el Señor le pregunta dónde está su hermano, Caín responde: «No lo sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?» (Génesis 4,9). Así hablan los asesinos: «no me afecta», «son cosas tuyas» y cosas similares. Probemos a responder a esta pregunta: ¿Somos nosotros los custodios de nuestros hermanos? ¡Sí que lo somos! ¡Somos custodios los unos de los otros! Y este es el camino de la vida, es el camino del no matarás. La vida humana necesita amor. Y, ¿cuál es el amor auténtico? Es el que Cristo nos ha mostrado, es decir, la misericordia. El amor del que no podemos prescindir es el que perdona, que acoge a quien nos ha hecho mal. Ninguno puede sobrevivir sin misericordia, todos necesitamos el perdón. Por lo tanto, si matar significa destruir, suprimir, eliminar a alguien, entonces no matar querrá decir cuidar, valorar, incluir. Y también perdonar.
Nadie se puede ilusionar pensando: «Estoy bien porque no hago nada malo» un mineral o una planta tienen este tipo de existencia, en cambio el hombre, no; una persona —un hombre o una mujer— no. A un hombre o a una mujer se les pide más. Hay bien por hacer, preparado para cada uno de nosotros, cada uno el suyo, que nos hace ser nosotros mismos hasta el fondo. «No matarás» es un llamamiento al amor y a la misericordia, es una llamada a vivir según el Señor Jesús, que dio la vida por nosotros y por nosotros resucitó. Una vez repetimos todos juntos, aquí en la plaza, una frase de un Santo sobre esto. Tal vez nos ayude: «No hacer el mal es algo bueno. Pero no hacer el bien no es bueno». Siempre debemos hacer el bien. Ir más allá.
Él, el Señor, que encarnándose santificó nuestra existencia; Él, que con su sangre la hizo inestimable; Él, «el jefe que lleva a la vida» (Hechos 3,15), gracias al que cada uno es un regalo del Padre. En Él, en su amor más fuerte que la muerte y por la potencia del Espíritu que el Padre nos da, podemos acoger la Palabra «No matarás» como el llamamiento más importante y esencial: es decir, no matarás significa una llamada al amor.