(De "Cada día es un alba" por Louis Évely)
Nadie posee la verdad, nadie la alcanza toda entera. ¿Es la verdad para ti como algo que puedes apropiarte y definir y de lo que podrías hacer un inventario exacto y una descripción exhaustiva? ¿O es quizá como una persona a la que nunca terminas de conocer y a la que no puedes dominar, sino que has de acercarte a ella con una actitud de respeto, de acogida, de disponibilidad, de escucha, con una disposición análoga a la de la oración?
La verdad existe. Nosotros tendemos hacia ella, y nos acercamos o nos alejamos de ella; pero ninguno de nosotros es su propietario.
Hay una realidad objetiva, pero nosotros sólo llegamos a ella a través de nuestra subjetividad. Vemos las cosas como con una especie de lentes deformantes.
Ahora bien, aunque no poseamos toda la verdad, cada uno de nosotros, en determinados momentos, siente clarísimamente que está en la verdad, que está en contacto directo con lo real, que avanza hacia lo verdadero.
¿Puede la verdad liberarnos? Y nos referimos, ciertamente, no a una verdad filosófica, sino a una verdad de vida, a una revelación de verdadera vida.
La revelación evangélica sí es liberadora. Nos libera de las falsas imágenes de Dios: Dios no es un soberano que nos trata como a súbditos, ni un juez que nos trata como a culpables, ni un acreedor que nos apremie como si fuéramos sus deudores.
Dios es fuente infinita de generosidad. Dios es poder infinito de comunicación, de don, de difusión de sí, y aspira a llenarnos de El, a darnos todo cuanto El es y tiene.
La verdad nos libera de las falsas imágenes de nosotros mismos: todos estamos llamados a ser como El. Estamos habitados por un dinamismo incansable de fe, de amor y de esperanza. Todo lo podemos en Aquel que nos conforta. «Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo que yo tengo es tuyo». ¿A quién van dirigidas estas paternales palabras? Al avinagrado hermano mayor, al recalcitrante envidioso que se niega a entrar y alegrarse con su hermano «resucitado», porque, según él, ¡jamás ha podido comerse un cabrito con sus amigos! Entonces, ¿quién de nosotros se considera excluido?
Estas falsas imágenes han hecho de nosotros sus esclavos, esclavos inconscientes de nuestros miedos, de nuestro pesimismo, de nuestra torpeza, de nuestra pusilanimidad...
Somos tan esclavos que nos creemos libres; tan sordos que creemos oír; tan ciegos que creemos ver; ¡tan muertos que nos creemos vivos! Y sólo por comparación caemos en la cuenta de esa esclavitud inconsciente: ante un hombre libre como Jesús, un hombre habitado por la fe, vemos la diferencia. Uno solamente ve su condición de esclavo por comparación con un hombre libre y liberador, que contagia libertad. Sólo sabemos de lo que carecemos cuando alguien nos lo da o, al menos, nos lo hace ver.
Los fariseos se irritan ante la denuncia de su esclavitud que encierra la propuesta de libertad que hace Jesús. Ellos son esclavos de su pasado, se refugian en su árbol genealógico («hijos de Abraham»), están en regla con las leyes... Rechazan el cambio, el movimiento, la vida... Desean que nada se mueva. Están muertos, pero aún son capaces de matar a quien les inquiete.
Ese es el pecado del que les acusa Jesús: ser «hombres viejos», negar el futuro, rechazar toda esperanza, decir que ya no van a cambiar, que están demasiado viejos, demasiado acostumbrados, demasiado incapacitados, o demasiado contentos consigo mismos, o quizá demasiado descontentos... Se niegan a vivir, se niegan a nacer... Niegan el poder creador y resucitador del Espíritu de Dios.
Jesús conoce al Padre, que es amor y, consiguientemente, libertad y liberación total. Dios es el gran aventurero de los mundos: a todo se atreve, todo lo arriesga, todo lo espera. La creación no es más que una inmensa apuesta de Dios, que espera siempre hacer de ella una obra magnífica. Y nos quiere a su imagen: «¡Liberaos de todas vuestras crisálidas! Sed como yo, inventad vuestras vidas, cread vuestras relaciones, atreveos a amar, vivir y obrar».
Unos dicen: «No merece la pena intentarlo; seguro que fracasaré... ¿para qué voy a levantarme si he de volver a caer? Si no voy a poder acabar, ¿para qué voy a empezar?»
Y otros, que se saben habitados por un dinamismo inextinguible, se repiten: «No merece la pena quedarse tirado; al final, seguro que he de levantarme. Hay en mí una llamada a la que no podré resistirme siempre. Hay en mí una esperanza que jamás ha de dejarme tranquilo. Hay en mí un amor que acabará por prevalecer. Entonces, puesto que, a pesar de todo, he de comenzar de nuevo a creer, a esperar y a amar, ¡más vale comenzar cuanto antes! ¡Más vale resucitar de inmediato!»