Fe y palabra

(De "Introducción al Cristianismo" por Joseph Ratzinger)

El credo es el residuo de una forma que originalmente consistía en el diálogo "¿crees? - creo". Por su parte este diálogo alude al "creemos" en el que el yo del "creo" no queda absorbido, sino centrado. En la prehistoria de la confesión de fe y en su forma original está presente la forma antropológica de la fe.

La fe no es una cavilación en la que el yo, libre de toda ligadura, se imagina reflexionar sobre la fe; es más bien el resultado de un diálogo, expresión de la audición, de la recepción y de la respuesta que, mediante el intercambio del yo y el tú, lleva al hombre al nosotros de quienes creen lo mismo.

San Pablo nos dice que "la fe viene de la audición" (Rom 10,17). Esto podría parecer la idea propia de un determinado tiempo, por consiguiente, mutable; a alguien le podría parecer el resultado de una determinada situación sociológica de modo que, en vez de eso, algún día se podría afirmar que "la fe viene de la lectura" o "de la reflexión". En realidad, aquí hay algo más que un mero reflejo de una determinada situación histórica pasada. La frase .la fe viene de la audición expresa la estructura permanente de lo que aquí se realiza. En ella se revela la diferencia fundamental existente entre la fe y la pura filosofía, lo cual no obsta para que la fe, en su ser más íntimo, movilice la búsqueda filosófica de la verdad.

En síntesis, puede afirmarse que la fe procede de la audición, no de la reflexión como la filosofía. Su esencia no estriba en ser proyección de lo concebible, a lo que se ha llegado después de un proceso intelectivo. La fe nace, por el contrario, de la audición; es recepción de lo no pensado, de tal modo que el pensar en la fe es siempre reflexión sobre lo que antes se ha oído y recibido.

Con otras palabras diremos que en la fe predomina la palabra sobre la idea, y esto la desvincula estructuralmente del sistema filosófico. En la filosofía el pensamiento precede a la idea; las palabras, producto de la reflexión, vienen después de ésta. Las palabras son siempre secundarias y la idea podría expresarse también con otras, no estas palabras; la fe, en cambio, entra en el hombre desde el exterior; es esencial que venga de fuera. Lo repito: La fe no es lo que yo mismo me imagino, sino lo que oigo, lo que me interpela, lo que me ama, lo que me obliga, pero no como pensado ni pensable. Es esencial para la fe la doble estructura del "¿crees? - creo", la del ser llamado desde afuera y responder a esa llamada. No es, pues, anormal, excepción hecha de poquísimos casos, decir que no ha sido la búsqueda privada de la verdad la que ha llevado a la fe, sino la aceptación de lo que se oyó. La fe no puede ni debe ser puro producto de la reflexión. Hay quienes creen que la fe puede nacer porque nos la imaginamos, porque podemos encontrarla siguiendo el camino de la búsqueda privada de la verdad; esta concepción es expresión de un determinado ideal, de una actitud del pensamiento que ignora que lo característico de la fe es ser aceptación de lo que no pudo imaginarse. Pero ha de ser aceptación responsable en la que no considero lo recibido como propiedad mía; no puede aceptarse lo recibido en toda su grandeza, pero sí puedo apropiármelo más y más porque yo mismo me he entregado a ello como a lo más grande.

La fe no es fruto de mis pensamientos, me viene de afuera; la palabra no es algo de lo que dispongo y cambio a mi gusto, sino que se anticipa a mí mismo, a mi idea. La nota característica del acontecimiento de la fe es el positivismo de lo que viene a mí, de lo que no nace en mí ni me abre, de lo que yo no puedo dar; por eso se da aquí una supremacía de la palabra anunciada sobre la idea, de manera que no es la idea quien crea las palabras, sino que la palabra predicada indica el camino del pensamiento. Al primado de la palabra y al positivismo de la fe antes mencionados va unido el carácter social de la misma; esto supone una segunda diferencia con relación a la estructura individualística del pensar filosófico que en cuanto tal busca la verdad. Si bien es verdad que nadie vive sólo de sus propias ideas, sino que consciente o inconscientemente debe mucho a otros, la idea, lo pensado, es al menos lo que al parecer me pertenece, porque ha nacido en mí. El espacio donde se forma la idea es el espacio interno del espíritu, por eso se limita a sí misma, tiene una estructura individualística. Después se puede comunicar, cuando ya ha sido traducida en palabras que sólo la expresan aproximadamente. En cambio, para la fe, lo primario es la palabra predicada. La idea es íntima, puramente espiritual; la palabra en cambio es lo que une. Es la forma en la que surge en el terreno espiritual la comunicación; es la forma en la que el espíritu es también humano, es decir, temporal y social.

Esta supremacía de la palabra significa que la fe está ordenada a la comunidad del espíritu de modo completamente diverso al pensar filosófico. En la filosofía lo primario es la búsqueda privada de la verdad; después, como algo secundario, busca y encuentra compañeros de viaje. La fe, por el contrario, es ante todo una llamada a la comunidad en la unidad del espíritu mediante la unidad de la palabra; su finalidad es, ante todo, social: suscitar la unidad del espíritu mediante la unidad de la palabra. Después, sólo después, abre el camino que lleva a la aventura de la verdad.

La estructura dialógica de la fe diseña una imagen del hombre, pero muestra también una imagen de Dios. El hombre logra tratar con Dios cuando trata con los demás hombres, sus hermanos. La fe se ordena por esencia al tú y al nosotros; sólo a base de esta doble condición une al hombre con Dios. Demos la vuelta a la frase: la estructura íntima de la fe no separa la relación con Dios de la cohumanidad. La relación con Dios, con el tú y con el nosotros, se entrelazan, no se yuxtaponen. Desde otro punto de vista podemos afirmar que Dios quiere venir a los hombres sólo mediante los hombres; busca a los hombres en su co-humanidad.

Esto puede hacernos comprender, dentro del espacio íntimo de la fe, las circunstancias que pueden parecer extrañas y hacer problemática la actitud religiosa del individuo. La fenomenología de la religión nos enseña, y nosotros podemos comprobar lo mismo, que en todos los campos del espíritu humano hay jerarquía de aptitudes. En la religión pasa lo mismo que en la música: hay talentos creadores, talentos receptores y otros, en fin, que de músicos no tienen nada. También en lo religioso hay "dotados" y "no-dotados"; también aquí son muy pocos los que pueden tener experiencia religiosa inmediata y, por tanto, algo así como la potestad religiosa creadora por razón del vital descubrimiento del mundo religioso. El "intermediario" o el "fundador", el testigo o el profeta, los llame la historia de la religión como quiera, capaces de un contacto directo con lo divino, son siempre una excepción. A muy pocos se manifiesta lo divino con evidencia; otros muchos son sólo receptores; no tienen experiencia inmediata de lo santo y sin embargo no están tan entumecidos como para no poder experimentar el encuentro mediante los hombres a quienes se les concede esa experiencia.

Surge aquí una objeción: ¿No sería mejor que cada hombre tuviese acceso inmediato a Dios, si la religión es una realidad que atañe a todos y si cada uno necesita igualmente de Dios? ¿No deberían tener todos .igualdad de oportunidades? ¿No deberían tener todos la misma seguridad? Nuestro principio pone ya quizá de manifiesto que esta cuestión conduce al vacío: el diálogo de Dios con los hombres se lleva a cabo en el diálogo de los hombres entre sí. La diferencia en las aptitudes religiosas, que divide a los hombres en "profetas" y en oyentes, les obliga a vivir juntos, a vivir para los demás. El programa que Agustín propuso en su juventud. Dios y el alma, nada más es irrealizable, más aún, no es cristiano. En último término, no hay religión en el camino solitario del místico, sino en la comunidad de la predicación y de la audición. El diálogo de los hombres con Dios exige y condiciona el diálogo de los hombres entre sí. Quizá el misterio de Dios sea ya desde el principio, aunque no siempre llegue a feliz término, la más apremiante exigencia de los hombres al diálogo; un diálogo que, por muy cortado y gastado que parezca, hace siempre retumbar el logos, la auténtica palabra de donde proceden las demás palabras que, a su vez, quieren expresarla en continuo ímpetu.

El diálogo no tiene todavía lugar cuando se habla sobre algo. Se da auténtico diálogo entre los hombres cuando intentan expresarse a sí mismos, cuando el diálogo se convierte en comunicación; y eso tiene lugar cuando el hombre se expresa a sí mismo, ya que entonces de alguna forma se habla de Dios, que es el auténtico tema de discusión de los hombres ya desde el principio de su historia. Y cuando el hombre se expresa a sí mismo, en la palabra humana entra también, juntamente con el logos humano, el logos de todo ser. Por eso enmudece el testimonio de Dios cuando el lenguaje se convierte en técnica de comunicación sobre "algo". Dios no aparece en el cálculo logístico. Quizá la dificultad que hoy día experimentamos al hablar de Dios se funde en que nuestro lenguaje tiende cada día más a ser puro cálculo, en que nuestro lenguaje sea pura significación de comunicación técnica, en que cada día disminuya el encuentro con el logos de todo ser en quien, consciente o sólo en el corazón, entramos en contacto con el fundamento de todo.