(De "Razones para vivir" por José Luis Martín Descalzo)
El padre Bruckberger ha contado la historia que un día le contó un amigo judío. Era un recuerdo de su infancia. Cuando tenía cuatro o cinco años, formaba parte de una tribu que vivía en el desierto en tiendas de campaña. Una noche, cuando el chavalín dormía junto a la vieja que le cuidaba, de pronto, apremiado por una necesidad natural, el niño salió de la tienda y se sintió maravillado ante el cielo plagado de estrellas que nunca había visto. Era una noche de verano y un silencio terrible lo llenaba todo. De pronto al niño le pareció que aquélla era la noche más hermosa desde la creación del mundo, tal vez porque era la primera que realmente veía. Se sentía como dentro de una gran cuna. Y todo era tan sereno, tan apacible, bajo el brillo de millares de estrellas, que se diría que aquella gran armonía estaba anunciando algo. Le pareció que aquella hermosura no podía terminar allá. Que aquello estaba preparado para algo, para alguien. ¿Iba, tal vez, a venir el Anunciado a los profetas? Corrió emocionado hacia la tienda y gritó a la vieja que le acompañaba:
«Ven, ven a verlo. En el cielo hay, por lo menos, diez estrellas. ¿No crees que el Mesías podría venir hoy?».
La vieja, medio dormida, oyó con una sonrisa la voz temblorosa del niño. Levantó los ojos al cielo y, viendo los millares de estrellas que tantas veces había visto, respondió:
«Olvida al Mesías ¡y aprende a contar!».
Me pregunto si en esa mujer y ese niño no estaba resumida la Humanidad entera. El niño formaba parte del grupo -pequeño grupo - de los que esperan algo. De los que saben que detrás de la realidad hay otra realidad más profunda y hermosa. De los que están seguros de que la belleza del mundo esconde mayores secretos. De los que se atreven a creer en la posibilidad de la utopía. De los que no se quedan atrapados en lo que ven sus ojos y quieren ir más allá, más allá.
La vieja es la mayoría de la Humanidad. Creen que han visto todo. Y, en lo que ven, nunca saben descubrir lo que puede haber detrás. Se ríen incluso de los soñadores. Para ellos lo importante es saber contar, vivir en la superficie de su aburrimiento. No se atreven a creer en nada más, porque tienen miedo a decepcionarse luego. Prefieren creer poco, esperar nada, y así se sienten como más seguros.
Naturalmente, yo preferiré siempre a los que sueñan... aunque se equivoquen; a los que esperan... aunque a veces fallen sus esperanzas; a los que apuestan por la utopía... aunque luego se queden a medio camino. Apuesto por los que no se resignan a que el mundo sea como es; los que confían en que el mundo puede y debe cambiar; los que creen que la felicidad vendrá, tal vez mañana, tal vez esta misma noche; los que no hacen caso a esa vieja que hay dentro de cada uno de nosotros y que nos asegura que no hay nada detrás de las estrellas. Sólo de los que creen es el reino de los cielos. Sólo de los que esperan será el reino de la felicidad.