Del modo de gobernar la lengua

(De "Combate espiritual" por Lorenzo Scúpoli)

La lengua del hombre, para ser bien gobernada, necesita freno que la contenga dentro de las reglas de la sabiduría y discreción cristiana; por que todos somos naturalmente inclinados a dejarla correr y discurrir libremente sobre lo que agrada y deleita a los sentidos.

El hablar mucho nace ordinariamente de nuestra soberbia y presunción; porque persuadiéndonos de que somos muy entendidos y sabios, nos esforzamos con sobradas réplicas a imprimirlos en los ánimos de los demás, pretendiendo dominar en las conversaciones, y que todo el mundo nos escuche como maestros.

No se pueden explicar con pocas palabras los daños que nacen de este detestable vicio. La locuacidad es madre de la pereza, indicio de ignorancia y de locura, ocasiona la detracción y la mentira, entibia el fervor de la devoción, fortifica las pasiones desordenadas, y acostumbra a la lengua no decir sino palabras vanas, indiscretas y ociosas.

No te alargues jamás en discursos y razonamientos prolijos con quien no te oye con gusto, para no darle enfado; y haz lo mismo con quien te escucha cortesanamente, para no exceder los términos de la modestia.
Huye siempre de hablar con demasiado énfasis y alta voz, porque ambas cosas son odiosas, y muestran mucha presunción y vanidad.

No hables jamás de ti misma, de tus cosas, de tus padres o de tus parientes, sino cuando te obligare la necesidad, y entonces lo harás muy brevemente y con toda la moderación y modestia posible; y si te pareciere que alguno habla sobradamente de sí y de sus cosas, no por eso lo menosprecies; pero guárdate de imitarle, aunque sus palabras no se dirijan sino a la acusación y al menosprecio de sí mismo y a su propia confusión.

Del prójimo y de las cosas que le pertenecen no hables jamás sino cuando se ofreciere la ocasión de confesar su mérito y su virtud, para no defraudarle de la aprobación o alabanza que se le debe. Habla con gusto de Dios, y particularmente de su amor y de su bondad infinita. Pero temiendo que puedes errar en esto, y no hablar con la dignidad que conviene, gustarás más de escuchar con atención lo que otros dijeren, conservando sus palabras en lo íntimo de tu corazón.

En cuanto a los discursos y razonamientos profanos, si llegaren a tus oídos, no permitas que entren en tu corazón; pero si te fuere forzoso escuchar al que te habla, para responderle, no dejes de dar con el pensamiento una breve vista al cielo donde reina tu Dios, y desde donde aquella soberana Majestad no se desdeña de mirar tu profunda bajeza.

Examina, bien todo lo que quisieres decir antes que del corazón pase a la lengua. Procura usar en esto de toda la circunspección posible; porque muchas veces se fían inadvertidamente a la lengua algunas cosas que deberían sepultarse en el silencio; y no pocas palabras que en la conversación parecen buenas y dignas de decirse, sería mejor suprimirlas; lo cual se conoce claramente pasada la ocasión del razonamiento.

La virtud del silencio, hija mía, es un poderoso escudo en el combate espiritual, y los que lo guardan pueden prometerse con seguridad grandes victorias; porque ordinariamente desconfían de sí mismos, confían en Dios, sienten mucho atractivo hacia la oración, y una grande inclinación y facilidad para todos los ejercicios de la virtud.

Para aficionarte y acostumbrarte al silencio, considera a menudo los grandes bienes que proceden de esta virtud, y los males infinitos que nacen de la locuacidad y de la destemplanza de la lengua; pero si quieres adquirir en breve tiempo esta virtud, procura callar, aun cuando tuvieres ocasión o motivo de hablar, con tal que tu silencio no te cause a ti o al prójimo algún perjuicio. Huye sobre todo de las conversaciones profanas; prefiere la compañía de los Ángeles, de los Santos, y del mismo Dios, a la de los hombres. Acuérdate, finalmente, de la difícil y peligrosa guerra que tienes dentro y fuera de ti misma, porque viendo cuánto tienes que hacer para defenderte de tus enemigos, dejarás sin dificultad las conversaciones y discursos inútiles.