Efectos del don del Espíritu Santo en quienes reciben el Sacramento de la Confirmación

(De la Audiencia General del Papa Francisco del 6 de junio de 2018)

Prosiguiendo la reflexión sobre el sacramento de la confirmación, consideramos los efectos que el don del Espíritu Santo hace madurar en los confirmados, llevándolos a convertirse, a su vez, en don para los demás. El Espíritu Santo es un don. Recordemos que cuando el obispo nos da la unción con el óleo, dice: «Recibe por esta señal el don del Espíritu Santo». Ese don del Espíritu Santo entra en nosotros y hace fructificar, para que nosotros podamos darlo a los demás. Siempre recibir para dar: nunca recibir y tener las cosas dentro, como si el alma fuera un almacén. No: siempre recibir para dar. Las gracias de Dios se reciben para dar a los demás. Esta es la vida del cristiano. Es propio del Espíritu Santo, por tanto, descentrarse de nuestro yo para abrirse al «nosotros» de la comunidad: recibir para dar. No estamos nosotros en el centro: nosotros somos un instrumento de ese don para los demás.

Completando en los bautizados la similitud con Cristo, la confirmación les une más fuertemente como miembros vivos al cuerpo místico de la Iglesia. La misión de la Iglesia en el mundo procede a través de la aportación de todos aquellos que son parte. Alguno piensa que en la Iglesia hay patrones: el Papa, los obispos, los sacerdotes, y después está el resto. No: ¡la Iglesia somos todos! Y todos tenemos la responsabilidad de santificarnos el uno al otro, de cuidar de los demás. La Iglesia somos todos nosotros. Cada uno tiene su trabajo en la Iglesia, pero la Iglesia somos todos. De hecho debemos pensar en la Iglesia como un organismo vivo, compuesto por personas que conocemos y con las que caminamos, y no como una realidad abstracta y lejana.

La Iglesia somos nosotros que caminamos, la Iglesia somos nosotros que hoy estamos en esta plaza. Nosotros: esta es la Iglesia. La confirmación vincula a la Iglesia universal dispersa por toda la tierra, implicando activamente a los confirmados en la vida de la Iglesia particular a la que pertenecen, con el obispo a la cabeza, que es el sucesor de los apóstoles. Y por esto el obispo es el ministro originario de la confirmación, porque él incluye en la Iglesia al confirmado. El hecho de que, en la Iglesia latina, este sacramento sea ordinariamente conferido por el obispo pone de relieve que «tiene como efecto unir a los que lo reciben más estrechamente a la Iglesia, a sus orígenes apostólicos y a su misión de dar testimonio de Cristo» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1313). Y esta incorporación eclesial está bien significada por el signo de paz que concluye el rito de la crismación. El obispo dice, de hecho, a cada confirmado: «La paz sea contigo». Recordando el saludo de Cristo a los discípulos la tarde de Pascua, colmada de Espíritu Santo (cf. Juan 20, 19-23) —hemos escuchado—, estas palabras iluminan un gesto que «expresa la comunión eclesial con el obispo y con todos los fieles» (cf. CIC, 1301). Nosotros, en la confirmación, recibimos al Espíritu Santo y la paz: aquella paz que debemos dar a los demás. Pero pensemos: cada uno que piense en la propia comunidad parroquial, por ejemplo. Está la ceremonia de la confirmación y después nos damos la paz: el obispo la da al que se confirma y después en la misa, la intercambiamos entre nosotros. Esto significa armonía, significa caridad entre nosotros, significa paz. Pero después, ¿qué sucede? Salimos y comenzamos a hablar mal de los demás, a «despellejar» a los demás. Comenzamos los chismorreos. Y los chismorreos son guerras. ¡Esto no funciona! Si nosotros hemos recibido el signo de la paz con la fuerza del Espíritu Santo, debemos ser hombres y mujeres de paz y no destruir, con la lengua, la paz que ha hecho el Espíritu. ¡Pobre Espíritu Santo, el trabajo que tiene con nosotros, con esta costumbre del chismorreo! Pensad bien: el chisme no es una obra del Espíritu Santo, no es una obra de la unidad de la Iglesia. El chisme destruye lo que hace Dios.

Pero por favor: ¡paremos de chismorrear! La confirmación se recibe una sola vez, pero el dinamismo espiritual suscitado por la santa unción es perseverante en el tiempo.

No terminaremos nunca de cumplir el mandato de difundir en todas partes el buen perfume de una vida santa, inspirada por la fascinante sencillez del Evangelio. Nadie recibe la confirmación solo para sí mismo, sino para cooperar en el crecimiento espiritual de los demás.

Solo así, abriéndonos y saliendo de nosotros mismos para encontrar a los hermanos, podemos realmente crecer y no solo engañarnos con hacerlo. Cuanto recibimos como don de Dios debe ser, de hecho, donado —el don es para donar— para que sea fecundo y que no sea, en cambio, sepultado por temores egoístas, como enseña la parábola de los talentos. También la semilla, cuando tenemos la semilla en la mano pero no está para meterlo allí, en el armario, dejarlo allí: está para sembrarlo.

El don del Espíritu Santo debemos darlo a la comunidad. Exhorto a los que se van a confirmar a que no «enjaulen» al Espíritu Santo, a no oponer resistencia al Viento que sopla para empujarlos a caminar en libertad, a no sofocar el Fuego ardiente de la caridad que lleva a consumir la vida por Dios y por los hermanos. Que el Espíritu Santo nos conceda a todos nosotros el coraje apostólico de comunicar el Evangelio, con las obras y las palabras a cuantos encontramos en nuestro camino.

Con las obras y las palabras, pero las palabras buenas: aquellas que edifican. No las palabras de los chismes que destruyen.

Por favor, cuando salgáis de la iglesia pensad que la paz recibida es para darla a los demás: no para destruirla con el chismorreo.

No olvidéis esto.