(De la Audiencia General del Papa Francisco del 9 de mayo de 2018)
La catequesis sobre el sacramento del bautismo nos lleva a hablar hoy del lavacro santo acompañado por la invocación de la Santísima Trinidad, o sea al rito central que propiamente «bautiza» —es decir sumerge— en el Misterio pascual de Cristo. El sentido de este signo lo recuerda san Pablo a los cristianos de Roma, preguntando antes: «¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados por su muerte?» y después respondiendo: «Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Romanos 6,3-4). El bautismo nos abre la puerta a una vida de resurrección, no a una vida mundana. Una vida según Jesús.
¡La pila bautismal es el lugar en el que se hace Pascua con Cristo! Es sepultado el hombre viejo, con sus pasiones engañosas, para que renazca una nueva criatura; realmente las cosas viejas han pasado y han nacido nuevas. En las «catequesis» atribuidas a san Cirilo de Jerusalén se explica a los neobautizados lo que les ha sucedido en el agua del bautismo. Es bonita esta explicación de san Cirilo: «En el mismo momento habéis muerto y habéis nacido, y aquella agua llegó a ser para vosotros sepulcro y madre» (n. 20, Mistagógica 2, 4-6). El renacimiento del nuevo hombre exige que sea reducido a polvo el hombre corrompido por el pecado. Las imágenes de la tumba y del vientre materno referidas a la pila, son de hecho muy incisivas para expresar cuanto sucede de grande a través de gestos sencillos del bautismo. Me gusta citar la inscripción que se encuentra en el antiguo baptisterio romano del Laterano, en el que se lee, en latín, esta expresión atribuida al Papa Sixto III. «La Madre Iglesia da a luz virginalmente mediante el agua a los hijos que concibe por el aliento de Dios. Los que habéis renacido de esta pila, esperad el reino de los cielos». Es bonito: la Iglesia que nos hace nacer, la Iglesia que es vientre, es madre nuestra por medio del bautismo. Si nuestros padres nos han generado a la vida terrena, la Iglesia nos ha regenerado a la vida eterna del bautismo. Nos hemos convertido en hijos en su Hijo Jesús. También sobre cada uno de nosotros, renacidos del agua y del Espíritu Santo, el Padre celeste hace resonar con infinito amor su voz que dice: «Tú eres mi hijo amado» (cf. Mateo 3, 17). Esta voz paterna, imperceptible al oído pero bien audible para quien cree, nos acompaña para toda la vida, sin abandonarnos nunca. Durante toda la vida el Padre nos dice: «Tú eres mi hijo amado, tú eres mi hija amada».
Dios nos ama mucho, como un Padre y no nos deja solos. Esto desde el momento del bautismo. Renacidos hijos de Dios, lo somos para siempre. El bautismo, de hecho, no se repite, porque imprime un sello espiritual indeleble: «Este sello no es borrado por ningún pecado, aunque el pecado impida al Bautismo dar frutos de salvación» (CIC, 1272). El sello del bautismo no se pierde nunca. «Padre, pero si una persona se convierte en un bandido, de los más famosos, que mata a gente, que comete injusticias, ¿el sello no se borra?». No. Para su propia vergüenza el hijo de Dios que es aquel hombre hace estas cosas, pero el sello no se borra. Y continúa siendo hijo de Dios, que va en contra de Dios pero Dios nunca reniega de sus hijos. ¿Habéis entendido esto último? Dios nunca reniega de sus hijos. ¿Lo repetimos todos juntos? «Dios nunca reniega de sus hijos». Un poco más fuerte, que yo o estoy sordo o no he entendido: «Dios nunca reniega de sus hijos». He aquí, así está bien. Incorporados a Cristo por medio del bautismo, los bautizados se conforman, por lo tanto, a Él, «el primogénito entre muchos hermanos» (Romanos 8,29). Mediante la acción del Espíritu Santo, el bautismo purifica, santifica, justifica, para formar en Cristo, de muchos un solo cuerpo. Lo expresa la unción del crisma, «que es señal del sacerdocio real y de su agregación a la comunidad del pueblo de Dios» (Rito del bautismo de los niños, Introducción, n. 18, 3). Por ello, el sacerdote unge con el sagrado crisma la cabeza de cada bautizado, después de haber pronunciado estas palabras que explican el significado: «Dios mismo os consagra con el crisma de salvación, para que inseridos en Cristo, sacerdote, rey y profeta, seáis siempre miembros de su cuerpo para la vida eterna» (ibíd., n. 71).
Hermanos y hermanas, la vocación cristiana está toda aquí: vivir unidos a Cristo en la santa Iglesia, partícipes de la misma consagración para desarrollar la misma misión, en este mundo, llevando frutos que duran para siempre.
Animado por el único Espíritu, de hecho, todo el Pueblo de Dios participa en las funciones de Jesucristo, «Sacerdote, Rey y Profeta» y lleva las responsabilidades de misión y servicio que se derivan. ¿Qué significa participar del sacerdocio real y profético de Cristo? Significa hacer de sí una oferta grata a Dios ofreciéndole testimonio por medio de una vida de fe y de caridad, poniéndola al servicio de los demás, sobre el ejemplo del Señor Jesús.
¡La pila bautismal es el lugar en el que se hace Pascua con Cristo! Es sepultado el hombre viejo, con sus pasiones engañosas, para que renazca una nueva criatura; realmente las cosas viejas han pasado y han nacido nuevas. En las «catequesis» atribuidas a san Cirilo de Jerusalén se explica a los neobautizados lo que les ha sucedido en el agua del bautismo. Es bonita esta explicación de san Cirilo: «En el mismo momento habéis muerto y habéis nacido, y aquella agua llegó a ser para vosotros sepulcro y madre» (n. 20, Mistagógica 2, 4-6). El renacimiento del nuevo hombre exige que sea reducido a polvo el hombre corrompido por el pecado. Las imágenes de la tumba y del vientre materno referidas a la pila, son de hecho muy incisivas para expresar cuanto sucede de grande a través de gestos sencillos del bautismo. Me gusta citar la inscripción que se encuentra en el antiguo baptisterio romano del Laterano, en el que se lee, en latín, esta expresión atribuida al Papa Sixto III. «La Madre Iglesia da a luz virginalmente mediante el agua a los hijos que concibe por el aliento de Dios. Los que habéis renacido de esta pila, esperad el reino de los cielos». Es bonito: la Iglesia que nos hace nacer, la Iglesia que es vientre, es madre nuestra por medio del bautismo. Si nuestros padres nos han generado a la vida terrena, la Iglesia nos ha regenerado a la vida eterna del bautismo. Nos hemos convertido en hijos en su Hijo Jesús. También sobre cada uno de nosotros, renacidos del agua y del Espíritu Santo, el Padre celeste hace resonar con infinito amor su voz que dice: «Tú eres mi hijo amado» (cf. Mateo 3, 17). Esta voz paterna, imperceptible al oído pero bien audible para quien cree, nos acompaña para toda la vida, sin abandonarnos nunca. Durante toda la vida el Padre nos dice: «Tú eres mi hijo amado, tú eres mi hija amada».
Dios nos ama mucho, como un Padre y no nos deja solos. Esto desde el momento del bautismo. Renacidos hijos de Dios, lo somos para siempre. El bautismo, de hecho, no se repite, porque imprime un sello espiritual indeleble: «Este sello no es borrado por ningún pecado, aunque el pecado impida al Bautismo dar frutos de salvación» (CIC, 1272). El sello del bautismo no se pierde nunca. «Padre, pero si una persona se convierte en un bandido, de los más famosos, que mata a gente, que comete injusticias, ¿el sello no se borra?». No. Para su propia vergüenza el hijo de Dios que es aquel hombre hace estas cosas, pero el sello no se borra. Y continúa siendo hijo de Dios, que va en contra de Dios pero Dios nunca reniega de sus hijos. ¿Habéis entendido esto último? Dios nunca reniega de sus hijos. ¿Lo repetimos todos juntos? «Dios nunca reniega de sus hijos». Un poco más fuerte, que yo o estoy sordo o no he entendido: «Dios nunca reniega de sus hijos». He aquí, así está bien. Incorporados a Cristo por medio del bautismo, los bautizados se conforman, por lo tanto, a Él, «el primogénito entre muchos hermanos» (Romanos 8,29). Mediante la acción del Espíritu Santo, el bautismo purifica, santifica, justifica, para formar en Cristo, de muchos un solo cuerpo. Lo expresa la unción del crisma, «que es señal del sacerdocio real y de su agregación a la comunidad del pueblo de Dios» (Rito del bautismo de los niños, Introducción, n. 18, 3). Por ello, el sacerdote unge con el sagrado crisma la cabeza de cada bautizado, después de haber pronunciado estas palabras que explican el significado: «Dios mismo os consagra con el crisma de salvación, para que inseridos en Cristo, sacerdote, rey y profeta, seáis siempre miembros de su cuerpo para la vida eterna» (ibíd., n. 71).
Hermanos y hermanas, la vocación cristiana está toda aquí: vivir unidos a Cristo en la santa Iglesia, partícipes de la misma consagración para desarrollar la misma misión, en este mundo, llevando frutos que duran para siempre.
Animado por el único Espíritu, de hecho, todo el Pueblo de Dios participa en las funciones de Jesucristo, «Sacerdote, Rey y Profeta» y lleva las responsabilidades de misión y servicio que se derivan. ¿Qué significa participar del sacerdocio real y profético de Cristo? Significa hacer de sí una oferta grata a Dios ofreciéndole testimonio por medio de una vida de fe y de caridad, poniéndola al servicio de los demás, sobre el ejemplo del Señor Jesús.