(De "Creo en Dios" por Mons. Tihamér Tóth)
La doctrina de la Santísima Trinidad es la creencia más difícil de la religión cristiana; la más dura prueba a que ha de someterse nuestra fe. No lo comprende nuestra razón; mas lo creemos, porque lo enseñó Nuestro Maestro, Jesucristo. Pero, y he aquí lo difícil de la cuestión ¿por qué lo enseñó Cristo? ¡Esta doctrina está, al parecer, tan lejos de la vida religiosa! Aparentemente ni siquiera le atañe. ¿Por qué, pues, la reveló Cristo, si sabía que nunca la habíamos de comprender?
¡Cuántas otras cuestiones nos habrían interesado de veras, y no dijo una sola palabra respecto de ellas! ¿Cuándo llegara el fin del mundo? ¡Qué pregunta más importante! Y Cristo no nos lo dijo. ¿Se salva o se condena la mayor parte de la humanidad? ¿Qué será de aquellos niños que mueren antes del bautismo? Todas estas cosas nos interesarían, y Cristo no nos dijo nada respecto de ellas.
Pero nos habló de la Santísima Trinidad.
Nunca comprenderemos la doctrina de la Santísima Trinidad; y, no obstante, hemos de agradecer a Jesucristo que nos la haya revelado; porque lo poco que de ella entendemos: nos descubre sublimes verdades religiosas. Conociendo a la Santísima Trinidad: 1º, conocemos mejor a Dios; 2º, adoramos mejor a Dios; 3º, amamos mejor al hombre, y 4º, soportamos mejor esta vida terrenal.
En primer lugar, gracias a la creencia en la Santísima Trinidad, ¡qué sublime aparece ante nosotros la imagen de Dios! Si nunca hubiéramos oído hablar de la Santísima Trinidad, ¡qué lejos estaríamos del conocimiento de Dios!
Dejemos por un momento este mundo creado, y... ¿qué es lo quevemos? ¿Vemos acaso al Dios eterno, solo, abandonado en una soledad eterna como Él?
¡Sería algo insoportable! ¡Estar solo eternamente! ¿Sabes lo que significa estar solo? ¿Pasar por la vida abandonado, sin que nadie te comprenda, sin que nadie te ame? Es el peor de los sufrimientos.
Pues, entonces, ¿podrás imaginarte lo que supone que Dios tenga que estar siempre solo? ¿Que nunca sea comprendido por nadie, ya que una mera criatura no es capaz de comprenderle? ¿Que no sea amado como se merece, porque ninguna criatura puede quererle como Dios merece ser querido?
¡Y nos surgen las preguntas de los incrédulos! «¿Qué hizo Dios desde toda la eternidad? Cuando aún no existía el mundo, ¿qué hacía Dios? ¿Se aburría enormemente?...»
Y ahora ved qué admirable respuesta da a todas estas preguntas la doctrina de la Iglesia tocante a la Santísima Trinidad. Nadie es capaz de conocer por completo a Dios sino el mismo Dios; y a este conocimiento lo llamamos el Dios-Hijo. El Padre y el Hijo se aman infinitamente; y a su amor mutuo lo llamamos Dios-Espíritu Santo. Y en este conocimiento divino, perfecto, y en este amor divino, también perfecto, Dios es completamente feliz.
¡Oh Trinidad dichosa!
Es verdad que no comprendemos la doctrina de la Santísima Trinidad; pero ello no obsta a que esta creencia abra ante nosotros insondables abismos de la vida admirable que se esconde en el seno de Dios. A la luz de nuestra fe en la Santísima Trinidad, ¡qué fuerza y qué claridad adquieren las palabras de San Pablo!: «El Rey de los reyes y Señor de los señores, el único que es inmortal y que habita en una luz inaccesible, a quien ninguno de los hombres ha visto, ni le puede ver, a Él el honor y el imperio por siempre» (1 Tim 6,15-16).
¡Cuánto más sublime se nos muestra así nuestro Dios!
¡Oh Trinidad feliz!
Pero voy más allá. De esta forma, no sólo conocemos mejor a Dios, sino que nos podemos dirigirnos a Él en la oración de una manera mucho más perfecta.
No comprendemos el misterio de la Santísima Trinidad, pero lo poco que sabemos nos llena de fascinación...
Si a un niño se le muere su padre y no guarda de él más que una pequeña y deslucida fotografía, ¡con qué amor y respeto mirará el niño los rasgos desdibujados del rostro de su padre! ¿No tendría que conmoverse, aunque de una forma mucho más intensa, nuestro interior cuantas veces pronunciemos el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo?
Hay tres Personas divinas y estas tres Personas son «un solo Dios»; así lo confesamos en el Creo. Pero no me detengo aquí, sino que sigo mis reflexiones. Si son «personas» entonces les puedo dirigir la palabra, les puedo pedir algo, les puedo manifestar mi amor; es decir, son «personas» con quienes puedo entablar «relaciones personales».
Entro en relaciones con el Padre, le hablo, le doy las gracias a Aquel que me otorgó la vida, la conciencia de mí mismo, mi entendimiento, mi corazón.
Hablo con el Hijo, que se hizo hombre, que se hizo hermano mío, que consintió en que fuese martirizado su cuerpo por mí, que vertió su sangre por amor mío.
Hablo con el Espíritu Santo, quien, como espíritu del Padre y del Hijo, inunda mi alma, y de quien proceden todos mis buenos propósitos y todas mis buenas obras. Cuando de esta manera rezo humildemente ante la Santísima Trinidad, la entiendo mejor que si pensase las elucubraciones filosóficas más elevadas.
Y así comprendemos también por qué resuena con tanta frecuencia en los labios de nuestra Santa Madre la Iglesia la alabanza de la Santísima Trinidad. Con esta alabanza empezarnos y terminarnos nuestras oraciones. Con ella empezamos y terminamos la Santa Misa. A ella está unida la administración de los sacramentos, y la Iglesia no sabe bendecir de otra manera que en nombre de la Santísima Trinidad. Al final de sus salmos, de sus himnos, de sus oraciones, siempre resuena la alabanza de la Santísima Trinidad: «¡Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos!»
¡Oh Trinidad dichosa!
¿Sabéis qué otra cosa nos enseña la creencia en la Santísima Trinidad? El amor al prójimo.
Los más sublimes motivos por los que tenemos que amar al prójimo los sacó el mismo Jesucristo de la doctrina referente a la Santísima Trinidad. En la última Cena, con el corazón conmovido, rezó al Padre por sus discípulos para que «...todos sean una misma cosa; y que como Tú, Padre, estás en Mí, y Yo en Ti, así sean ellos una misma cosa en nosotros» (Jn 17,21).
Por encima de nosotros está el Sol, sin el cual no podríamos vivir. Hace brotar la vida, calienta, ilumina; en una triple actividad, no deja de ser una sola cosa. Es una nueva comparación para hacer más inteligible el misterio de la Santísima Trinidad.
Pero el Sol no es un gran disco de fuego, inmóvil, silencioso, como parece muchas veces a través de las nubes, sino que es escenario de huracanes de fuego en constante actividad, de cráteres que arrojan continuamente terribles erupciones de llamas. Algo parecido podríamos decir de Dios, del Dios uno y trino, que no es inmovilidad inactiva, sino amor siempre activo, vivificador, creador y conservador.
Nuestros antepasados tenían especial preferencia por consagrar los hospitales a la Santísima Trinidad. Su alma profundamente religiosa sentía que el amor tierno y abnegado florece mejor en aquellas personas que veneran un amor ferviente a la Santísima Trinidad, a aquella Trinidad augusta en que el amor recíproco y eterno del Padre y del Hijo es llamado Espíritu Santo.
Dios es el Dios de amor, y sólo quien ama mucho a Dios podrá amar a su prójimo y cumplir la Ley (Mc 12,30), porque «Dios es caridad, amor; y el que permanece en la caridad, en Dios permanece, y Dios en él» (1 Jn 4,16).
Finalmente, el dogma de la Santísima Trinidad nos infunde fuerza para pasar esta vida terrena. Dios se entiende a Sí mismo, y esto es el Dios-Hijo. «Dios es luz, y en Él no hay tinieblas» (1 Jn 1,5). Por lo tanto, si vivo según la voluntad de Dios; es decir, si vivo en Dios, entonces también mi vida será luminosa, iluminará, tendrá sentido, aunque viva, según las terrenas apariencias, en medio de privaciones y sufrimientos, en la oscuridad de negros nubarrones, y aunque mi vida sea, aparentemente, una cosa sin sentido.
El Padre y el Hijo se aman, y este amor es el Espíritu Santo. «Dios es caridad» (1 Jn 4,8); por lo tanto, si vivo en Dios, entonces voy alimentándome con el amor de Dios, que me da vida y fortalece, por muy malas que sean las circunstancias de mi vida.
Por tanto, el misterio del Dios uno y trino no sólo nos permite profundizar con la mirada en la esencia de Dios, iluminada con su propia luz, sino que también nos conforta y fortalece.
¡Oh Trinidad feliz!
Nuestra Madre la Iglesia católica nos hace hijos suyos al bautizarnos en el nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo; y sólo nos reconoce por hijo suyo cuando confesamos en voz alta la creencia en la Santísima Trinidad.
Y desde aquel momento la fe en la Santísima Trinidad nos acompaña durante toda nuestra vida. Desde el momento en que por vez primera hicimos la señal de la cruz, cuando empezamos a tener uso de razón, hasta el último momento, aquel momento solemne en que el hombre se despide con plena conciencia de la vida, nos acompaña esta fe. Muchos cristianos, incluso hoy día, comienzan su testamento con estas palabras: «En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo...».
La primera idea religiosa que llega a nuestro oído en esta tierra es la profesión de fe en la Santísima Trinidad, que se hace en el bautismo. Y el último pensamiento religioso que se nos dirige es la palabra del sacerdote que junto al lecho de la agonía recita esta oración: «Sal de este mundo, alma cristiana, en el nombre de Dios, Padre Todopoderoso, que te creó: en el nombre de Jesucristo, Hijo del Dios vivo, que padeció por ti; en el nombre del Espíritu Santo, que descendió sobre ti...».
Después sigue el sacerdote rezando: «Te encomendamos, Señor, el alma de tu siervo... Alégrale con tu visión... Es verdad que pecó, pero nunca renegó de la fe en el Padre, y en el Hijo, y en el Espíritu Santo, sino que creyó y adoró fielmente a Dios.».
Dios se merece todo nuestro amor, por eso quiero adorarle fielmente. Cuando trabajo, cuando cumplo a conciencia con mi deber, sé que entonces sirvo al Señor. Cuando rezo mis oraciones, cuando visito a Jesús-Eucaristía oculto en el Sagrario, o me confieso, o comulgo, le sirvo aún mejor. Mas si procuro ser amable, dulce, comprensivo, caritativo con todos, si me esfuerzo por vivir sin pecado, cumplir los mandamientos divinos, entonces es cuando sirvo más al Señor.
¡Señor! Recibí el santo bautismo en nombre de la Santísima Trinidad; me santiguo siempre en nombre de la Santísima Trinidad; quiero despedirme un día de este mundo con el nombre de la Santísima Trinidad en mis labios... Concédeme que la visión de la Santísima Trinidad sea también la felicidad sin fin de mi vida eterna.