(De la Audiencia General del Papa Juan Pablo II del 26 de Enero de 2000)
"¡Qué amables son todas sus obras! y eso que es sólo una chispa lo que de ellas podemos conocer. (...) Nada ha hecho incompleto. (...) ¿Quién se saciará de contemplar su gloria? Mucho más podríamos decir y nunca acabaríamos; broche de mis palabras: "Él lo es todo". ¿Dónde hallar fuerza para glorificarle? ¡Él es mucho más grande que todas sus obras!" (Si 42,22.24-25; 43,27-28).
Con estas palabras, llenas de estupor, un sabio bíblico, el Sirácida, expresaba su admiración ante el esplendor de la creación, alabando a Dios. Es un pequeño retazo del hilo de contemplación y meditación que recorre todas las sagradas Escrituras, desde las primeras líneas del Génesis, cuando en el silencio de la nada surgen las criaturas, convocadas por la Palabra eficaz del Creador. "Dijo Dios: "Haya luz", y hubo luz" (Gn 1,3). Ya en esta parte del primer relato de la creación se ve en acción la Palabra de Dios, de la que san Juan dirá: "En el principio existía la Palabra (...) y la Palabra era Dios. (...) Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe" (Jn 1,1.3). San Pablo reafirmará en el himno de la carta a los Colosenses que "en él (Cristo) fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles: los tronos, las dominaciones, los principados, las potestades. Todo fue creado por él y para él; él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia" (Col 1,16-17). Pero en el instante inicial de la creación se vislumbra también al Espíritu: "el Espíritu de Dios aleteaba por encima de las aguas" (Gn 1,2). Podemos decir, con la tradición cristiana, que la gloria de la Trinidad resplandece en la creación.
En efecto, a la luz de la Revelación, es posible ver cómo el acto creativo es apropiado ante todo al "Padre de las luces en quien no hay cambio ni sombra de rotación" (St 1,17). Él resplandece sobre todo el horizonte, como canta el Salmista: "¡Oh Señor, Dios nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra! Tú ensalzaste tu majestad sobre los cielos" (Sal 8,2). Dios "afianzó el orbe, y no se moverá" (Sal 96,10) y frente a la nada, representada simbólicamente por las aguas caóticas que elevan su voz, el Creador se yergue dando consistencia y seguridad: "Levantan los ríos, Señor, levantan los ríos su voz, levantan los ríos su fragor; pero más que la voz de las aguas caudalosas, más potente que el oleaje del mar, más potente en el cielo es el Señor" (Sal 93,3-4).
En la sagrada Escritura la creación a menudo está vinculada también a la Palabra divina que irrumpe y actúa: "La palabra del Señor hizo el cielo; el aliento de su boca, sus ejércitos (...). Él lo dijo, y existió; él lo mandó, y surgió" (Sal 33,6.9); "Él envía su mensaje a la tierra; su palabra corre veloz" (Sal 147,15). En la literatura sapiencial veterotestamentaria la Sabiduría divina, personificada, es la que da origen al cosmos, actuando el proyecto de la mente de Dios. Ya hemos dicho que san Juan y san Pablo verán en la Palabra y en la Sabiduría de Dios el anuncio de la acción de Cristo: "del cual proceden todas las cosas y para el cual somos" (1 Co 8,6), porque "por él hizo (Dios) también el mundo" (Hb 1,2).
Por último, otras veces, la Escritura subraya el papel del Espíritu de Dios en el acto creador: "Envías tu Espíritu y son creados, y renuevas la faz de la tierra" (Sal 104,30). El mismo Espíritu es representado simbólicamente por el soplo de la boca de Dios, que da vida y conciencia al hombre y le devuelve la vida en la resurrección, como anuncia el profeta Ezequiel en una página sugestiva, donde el Espíritu actúa para hacer revivir huesos ya secos. Ese mismo soplo domina las aguas del mar en el éxodo de Israel de Egipto. También el Espíritu regenera a la criatura humana, como dirá Jesús en el diálogo nocturno con Nicodemo: "En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios. Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu" (Jn 3,5-6).
Pues bien, frente a la gloria de la Trinidad en la creación el hombre debe contemplar, cantar, volver a sentir asombro. En la sociedad contemporánea la gente se hace árida "no por falta de maravillas, sino por falta de maravilla" (G.K. Chesterton). Para el creyente contemplar lo creado es también escuchar un mensaje, oír una voz paradójica y silenciosa, como nos sugiere el "Salmo del sol": "El cielo proclama la gloria de Dios; el firmamento pregona la obra de sus manos: el día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra. Sin que hablen, sin que pronuncien, sin que resuene su voz, a toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje" (Sal 19,2-5).
Por consiguiente, la naturaleza se transforma en un evangelio que nos habla de Dios: "de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor" (Sb 13,5). San Pablo nos enseña que "lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad" (Rm 1,20). Pero esta capacidad de contemplación y conocimiento, este descubrimiento de una presencia trascendente en lo creado, nos debe llevar también a redescubrir nuestra fraternidad con la tierra, a la que estamos vinculados desde nuestra misma creación. Esta era precisamente la meta que el Antiguo Testamento recomendaba para el jubileo judío, cuando la tierra descansaba y el hombre cogía lo que de forma espontánea le ofrecía el campo. Si la naturaleza no es violentada y humillada, vuelve a ser hermana del hombre.