(De "El Abandono confiado a la Divina Providencia" por San Claudio de la Colombière)
Supongo, por ejemplo, que un cristiano se ha liberado de todas las ilusiones del mundo por sus reflexiones y por las luces que ha recibido de Dios, que reconoce que todo es vanidad, que nada puede llenar su corazón, que lo que ha deseado con las mayores ansias es a menudo fuente de los pesares más mortales; que apenas si se puede distinguir lo que nos es útil de lo que nos es nocivo, porque el bien y el mal están mezclados casi por todas partes, y lo que ayer era lo más ventajoso es hoy lo peor; que sus deseos no hacen más que atormentarle, que los cuidados que toma para triunfar le consumen y algunas veces le perjudican, incluso en sus planes, en lugar de hacerlos avanzar; que, al fin y al cabo, es una necesidad el que se cumpla la voluntad de Dios, que no se hace nada fuera de su mandato y que no ordena nada a nuestro respecto que no nos sea ventajoso.
Después de percibir todo esto, supongo también que se arroja a los brazos de Dios como un ciego, que se entrega a Él, por decirlo así, sin condiciones ni reservas, resuelto enteramente a fiarse a Él en todo y de no desear nada, no temer nada, en una palabra, de no querer nada más que lo que Él quiera, y de querer igualmente todo lo que Él quiera; afirmo que desde este momento esta dichosa criatura adquiere una libertad perfecta, que no puede ser contrariada ni obligada, que no hay ninguna autoridad sobre la tierra, ninguna potencia que sea capaz de hacerle violencia o de darle un momento de inquietud.
Pero, ¿no es una quimera que a un hombre le impresionen tanto los males como los bienes? No, no es ninguna quimera; conozco personas que están tan contentas en la enfermedad como en la salud, en la riqueza como en la indigencia; incluso conozco quienes prefieren la indigencia y la enfermedad a las riquezas y a la salud.
Además no hay nada más cierto que lo que os voy a decir: Cuanto más nos sometamos a la voluntad de Dios, más condescendencia tiene Dios con nuestra voluntad. Parece que desde que uno se compromete únicamente a obedecerle, Él sólo cuida de satisfacernos: y no sólo escucha nuestras oraciones, sino que las previene, y busca hasta el fondo de nuestro corazón estos mismos deseos que intentamos ahogar para agradarle y los supera a todos.
En fin, el gozo del que tiene su voluntad sumisa a la voluntad de Dios es un gozo constante, inalterable, eterno. Ningún temor turba su felicidad, porque ningún accidente puede destruirla. Me lo represento como un hombre sentado sobre una roca en medio del océano; ve venir hacia él las olas más furiosas sin espantarse, le agrada verlas y contarlas a medida que llegan a romperse a sus pies; que el mar esté calmo o agitado, que el viento impulse las olas de un lado o del otro, sigue inalterable porque el lugar donde se encuentra es firme e inquebrantable.
De ahí nace esa paz, esta calma, ese rostro siempre sereno, ese humor siempre igual que advertimos en los verdaderos servidores de Dios.