(De "El joven instruido" por San Juan Bosco)
El primer lazo que suele tender el demonio a vuestra alma para perderla es la falsa idea que os sugiere de que no podréis continuar mucho tiempo por la difícil senda de la virtud y alejados de todos los placeres durante cuarenta, cincuenta, sesenta o más años que os prometo de vida.
A esta sugestión del enemigo infernal contestad: “¿Quién me asegura que llegaré a esa edad? Mi vida está en manos de Dios, y puede ser que hoy mismo sea el ultimo día de mi existencia. ¡Cuántos de la misma edad que yo estaban ayer sanos, alegres y contentos, y hoy los llevan al sepulcro!”.
Y aun cuando debiésemos trabajar aquí algunos años en el servicio del Señor, ¿no se nos recompensará centuplicadamente con una eternidad de dicha y de gloria en el paraíso?
Por otra parle, vemos que los que viven en gracia de Dios están siempre alegres y conservan hasta en sus aflicciones la paz y la serenidad del corazón; sucediendo lodo lo contrario a los que se abandonan a los placeres, pues viven sin sosiego y se esfuerzan por encontrar la paz en sus pasatiempos, sin conseguirla nunca, siendo cada día más desgraciados: Non est pax impiis, dice el Señor: “No hay paz para los malos”.
Quizá alguno de vosotros alegue: “Somos jóvenes; si pensamos en la eternidad y en el infierno, nos entristeceremos, concluyendo por trastornársenos la cabeza”. No niego que el pensamiento de una eternidad dichosa o desgraciada y de un suplicio que no concluirá jamás es un pensamiento capaz de poner miedo y espanto a cualquiera; pero decidme: si os trastorna la cabeza sólo pensar en el infierno, ¿qué será caer en él? Mejor es pensarlo ahora para no caer más tarde; porque es evidente que si lo meditamos a menudo, pondremos por obra los medios para evitarlo.
Observad, además, que si el pensamiento del infierno es aterrador, también nos colma de consuelo la esperanza del paraíso, en donde se gozan todos los bienes. Por eso, los santos, pensando seriamente en la eternidad de las penas, vivían muy alegres y con la firme confianza de que Dios les ayudaría a evitarlas, dándoles la recompensa eterna que tiene preparada a sus fieles servidores.
Valor, pues, queridos míos; haced la prueba de servir al Señor, y ya veréis qué dulce y qué suave es su servicio y cuan dichoso se encontrará vuestro corazón en esta vida y en la eternidad.