(De "La paz interior" por Jacques Philippe)
Es conveniente hacer un comentario a propósito del abandono. Para que sea auténtico y engendre la paz, es preciso que sea pleno; que pongamos todo, sin excepción, en las manos de Dios, no tratando de organizar, de «salvarnos» por nosotros mismos en ningún terreno: material, afectivo o espiritual.
No se puede dividir la existencia humana en secciones: en algunas sería legítimo abandonarse en Dios confiadamente, y en otras, por el contrario, convendría «desenvolverse» exclusivamente por uno mismo. Y sepamos una cosa: cualquier realidad que no abandonemos, que pretendamos organizar por nuestra cuenta sin dar «carta blanca» a Dios, continuará inquietándonos de un modo u otro. La medida de nuestra paz interior será la de nuestro abandono, es decir la de nuestro desprendimiento.
El abandono implica así una parte inevitable de renuncia, y eso es lo que nos resulta más difícil. Tenemos una tendencia natural a «apegarnos» a multitud de cosas: bienes materiales, afectos, deseos, proyectos, etc., y nos cuesta terriblemente abandonar la presa, porque tenemos la impresión de perdernos, de morir. En esos momentos hemos de creer con todo nuestro corazón en la frase de Jesús, en esa ley de «quien pierde gana» tan explícita en el Evangelio: «Quien quiera salvar su vida la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 16,25).
El que acepta la renuncia, esa muerte que es el desprendimiento, encuentra la verdadera vida. El hombre que se aferra a algo, que quiere salvaguardar su dominio sobre alguna porción de su vida para administrarlo a su conveniencia sin abandonarlo radicalmente en manos de Dios, hace un cálculo muy equivocado: se carga de preocupaciones inútiles y se expone a la inquietud de perderlo. Al contrario, el que acepta dejar todo en manos de Dios, darle el permiso para que dé y tome a su albedrío, encuentra una paz y una libertad interior inexplicables. «¡Ah, si supiéramos lo que se gana renunciando a todas las cosas!», dice Santa Teresa de Lisieux.
Ese es el camino de la felicidad: si le dejamos actuar libremente, Dios es infinitamente más capaz de hacernos felices de lo que somos nosotros, pues nos conoce y nos ama más de lo que nosotros nos conocemos y nos amamos. San Juan de la Cruz expresa esta verdad en otros términos: «Se me han dado todos los bienes desde el momento en que ya no los he buscado». Si nos desprendemos de todo poniéndolo en las manos de Dios, Dios nos devolverá mucho más, el céntuplo, «en esta vida» (Mc 10,30).