(De "Cada día es un alba" por Louis Évely)
Son muchas las personas que afirman hoy estar «en búsqueda», lo cual me parece muy bien. Pero muchas veces me entran ganas de preguntar a esas personas: en búsqueda... ¿desde dónde y hacia dónde? Porque, si no tienes alguna idea de lo que buscas, jamás lo encontrarás. Y si desde el comienzo de tu búsqueda no has adquirido una serie de certezas que desarrollar y controlar, ¿con qué instrumento vas a buscar y cómo vas a reconocer las verdades que te faltan?
Nunca dejaremos de estar «en búsqueda», pero esa búsqueda hemos de realizarla profundizando unas determinadas «verdades» que hemos percibido, unas certezas de las que hemos vivido, una serie de momentos de gracia en los que nos hemos acercado a lo real de tal manera que no podemos dejar de reconocerlo.
La palabra «búsqueda» es muy ambigua, y tiene el peligro de orientar en direcciones equivocadas. Sólo se busca «lo que no está ahí». Pero ¿estás seguro de que lo que buscas «no está ahí»? Y en tal caso, ¿no deberías más bien aprender a discernirlo y a reconocerlo, en lugar de buscarlo?
No hay que buscar a Dios. Si lo buscas, jamás lo encontrarás, porque está dentro de ti desde siempre, y tú lo buscas fuera.
Es él quien te llama, quien te «trabaja», quien solicita tu atención. Si imaginas que eres tú quien sale en su búsqueda, estás invirtiendo los papeles y alejándote de él.
¿Es Dios un ausente al que hay que descubrir en su escondrijo, o es una presencia y una acción que hay que constatar? Dios nos supera siempre, y no es en modo alguno la proyección de nuestras necesidades y de nuestras carencias: cuando conseguimos conocerlo, sabemos que él puede oponerse a todas esas necesidades y carencias y ser nosotros intensamente felices, a pesar de ver frustrado todo cuanto habíamos imaginado.
El deseo de Dios no queda nunca colmado; cuanto más se ahonda, más se aviva; cuanto más pronunciado se hace en mí, tanto más experimento que no me pertenece y que siempre habrá de superarme. El mejor sentimiento de su presencia es el de una ausencia cada vez más viva. Dios es alguien que está en mí sin ser de mí.
El deseo es la señal de la existencia de Dios y de su velada presencia en el fondo de todos y cada uno de nosotros.
La necesidad puede ser satisfecha: alcanza su objetivo y se lo incorpora. La necesidad y su objeto desaparecen simultáneamente una vez obtenida la satisfacción.
En cambio, el deseo nunca se ve colmado, sino que renace y hasta se intensifica en cada encuentro con su objeto, el cual no puede ser más que una persona reconocida como tal, es decir, semejante y diferente a uno mismo e indefinidamente explorable. Quien deja de tener deseo es hombre muerto. Por eso es por lo que puede decirse que el hombre no está hecho para la felicidad (satisfacción de todos los deseos), sino únicamente para perseguirla. El deseo es nuestro pasaporte para la eternidad.
Esta trascendencia del deseo revela la presencia en nosotros de una vida que supera a la materia y a la biología y exige ir más allá de todas nuestras conquistas, saberes y adquisiciones, orientándonos hacia una búsqueda sin fin, sin límites, sin muerte...
«Pero el agua no existe porque nosotros tengamos sed, ni hay alimentos porque nosotros tengamos hambre», podrá argüirse.
Y así es. Pero yo pienso que no existirían la sed ni el hambre si no existieran el agua y los alimentos. ¿Cómo podrías sentir que estás deshidratado si no tuvieras experiencia alguna del agua?
Pero mi argumento va aún más lejos: la existencia del deseo prueba la presencia en nosotros de una comunicación con el objeto de dicho deseo, que no es accesible en su totalidad. ¿Cómo podríamos desear algo que no conocemos en absoluto? ¿Cómo podríamos saber lo que corresponde o se aproxima a dicho deseo si no hubiéramos presentido ya algún indicio de ello?
Dios nos sorprende siempre, porque es el más imprevisible y el más familiar, a la vez, de todos los seres.
La profunda «connaturalidad» que existe entre él y nosotros radica en el carácter infinito de su ser y en el carácter igualmente infinito de nuestro deseo.
Por eso no hay nada que podamos conocer tan perfectamente como a Dios; y por eso quien lo encuentra lo reconoce instantáneamente, a pesar de no haberle conocido anteriormente.
Pero mientras no nos conozcamos ni nos observemos a nosotros mismos, mientras no hayamos explorado nuestra dimensión interior, seremos incapaces de discernirlo.
La «búsqueda» de Dios es una toma de conciencia de lo que vive y acontece dentro de uno mismo.
La ignorancia de Dios proviene de una prodigiosa ignorancia de uno mismo. En muchas personas, Dios se ha evaporado en proporción directa a su propia inexistencia.