La Iglesia rinde homenaje permanente a la Eucaristía

(De "Eucaristía, milagro de amor" por Mons. Tihamér Tóth)

En una de las salas del Vaticano, en la Camera Della Signatura, se puede ver una magnífica pintura de Rafael: la “Disputa”. Representa la glorificación de la Santísima Eucaristía. El artista contaba veinticinco años cuando pintó el cuadro. En realidad el título no concuerda propiamente con lo que representa, porque en él nadie disputa ni discute. Aparecen el cielo y la tierra profesando su homenaje a la Santa Hostia que está en el centro del cuadro. San Ambrosio, San Agustín, Santo Tomás de Aquino, San Buenaventura, el Papa Sixto IV, Dante y los demás... todos cantan alabanzas a Cristo, quien preside en el ostensorio.

El cuadro, pintado hace más de cuatrocientos años, acusa ya el paso del tiempo, pues aparecen algo pálidos los rostros de algunos ángeles y santos. Mas la fe viva y ardorosa que allí se representa no ha palidecido en la Iglesia, permanece viva en su brillo original. Nunca disminuirá la adoración humilde, la alabanza y el homenaje que la Iglesia tributa a la Santísima Eucaristía. Prueba de ello es la adoración silenciosa que muchos fieles tributan en las iglesias delante del Santísimo Sacramento.

Pero la Iglesia no se contenta con esta adoración silenciosa. En ciertas fiestas saca a la calle la Eucaristía para tributarla un homenaje público, como queriendo manifestar ante el mundo el amor que siente hacia ella. Y así como se restaura una pintura cuando pasa el tiempo para que sus colores vuelvan a su brillo original, también es necesario renovar de tiempo en tiempo la fe y el amor hacia el Santísimo Sacramento. Es la celebración anual, alegre y festiva de la profesión del Corpus.

Y cada dos años la Iglesia organiza un homenaje todavía mayor, en el ámbito mundial o continental. Es el Congreso Eucarístico Internacional. En él recibe Cristo Sacramentado el homenaje del mundo entero. La humanidad se vuelve hacia el Padre celestial y le expresa el amor que siente por su Hijo. La fe se robustece y las almas reavivan su amor a Jesús Sacramentado. Ésta la finalidad también de este libro, renovar el amor y la fe en la Santa Eucaristía.

La luz de la lamparita que parpadea al lado del Sagrario está indicando que Cristo mora oculto en medio de nosotros, que su corazón divino no cesa de latir por nosotros.

En esta pequeña Hostia está presente Jesucristo, como declara el Concilio de Trento, “verdadera, real y substancialmente”.

“Verdaderamente”. No como un símbolo. No es como, por ejemplo, la fotografía de tu madre que con tanto cariño acostumbras a mirar. Porque la fotografía no es más que una imagen, y no tu misma madre. Mas Cristo está presente de veras en el Santísimo Sacramento, presente con su cuerpo y su sangre, con su alma y su divinidad; está presente todo Cristo.

“Realmente”. No es una fantasía ni un sueño, algo así como cuando una madre ve en sueños a su hijo que no hace mucho falleció, y se pone a conversar con él. No. Nosotros no nos dejamos llevar de la imaginación; Cristo está en verdad realmente presente.

“Substancialmente”. No está presente tan sólo su virtud o su gracia, como en los demás Sacramentos, sino corporalmente el mismo Cristo, así como estuvo presente en el pesebre de Belén, tal como pendía del árbol de la cruz y está ahora sentado a la diestra del Padre.

En la pequeña y blanca Hostia del Santísimo Sacramento está presente todo el inmenso amor del Corazón de Jesús, el mismo Cristo viviente. Y si esto es realmente así, ¿quién se atreverá a tildar de exagerado cualquier homenaje de fe y amor que tributemos a la Eucaristía? De ahí el esplendor y brillo con que se celebran los Congresos Eucarísticos Internacionales.

La suntuosidad y la magnificencia, los vestidos de gala, los desfiles, las recepciones y los vítores con que el pueblo tributa en algunas ocasiones a algunos personajes señalados, ¿no son manifestaciones exteriores del respeto y amor que se les tiene? Si nadie se extraña de ello, sino que se considera natural, tampoco es lícito escandalizarse del entusiasmo y amor, del fausto y del brillo con que los creyentes saludan de vez en cuando a la Santísima Eucaristía. Porque en ella saludamos a Jesucristo. No celebramos la llegada de un rey terrenal, sino del “Rey de los reyes y Señor de los señores” (Apocalipsis 19,16), sin el cual “nada se ha hecho de cuanto existe.” (Juan 1,3).

Si el Hijo de Dios en su vida terrena aceptó voluntariamente, por amor a nosotros, la humillación y la pobreza, no hay que deducir de esto que debamos mantenerle humillado por siempre. Cristo fue humillado y sufrió la pobreza durante treinta y tres años, pero después ya no. En el Santísimo Sacramento no está presente tan sólo el Cristo pobre que se humilla a sí mismo, sino también el Cristo que triunfa de la muerte, el Cristo que ha ascendido glorioso al cielo y que está sentado a la diestra del Padre, el que vendrá a juzgar a vivos y muertos. Y nosotros le rendimos culto en la Santísima Eucaristía. ¿No leemos en la Sagrada Escritura que Dios “le ensalzó sobre todas las cocas y le dio nombre sobre todo nombre, a fin de que al Nombre de Jesús toda rodilla se doble y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre”? (Filip. 2,9-11).

Si Cristo está realmente presente en el Santísimo Sacramento, como en verdad lo está, ciertamente Él debe ser el centro de nuestra vida, y a él debemos dirigir toda nuestra veneración, alabanza y amor. Porque la doctrina del Santísimo Sacramento, junto a la de la Trinidad augusta, es la doctrina más excelsa del cristianismo. Lo que confesamos de la Santísima Eucaristía contradice hasta tal punto a cuanto experimentan nuestros sentidos, que nunca podríamos creerlo por la palabra de un hombre... mas lo creemos fiados en la palabra de Cristo.

¡Glorificado seas por siempre, Cristo bendito de la Eucaristía! A Ti te alabamos, te glorificamos y damos gracias.