¡Oh Espíritu Santo, divino Paráclito, Padre de los pobres,
Consolador de los afligidos, santificador de las almas,
heme aquí, postrado ante tu presencia.
Te adoro con la más profunda sumisión,
y repito mil veces con los serafines que están ante tu trono: ¡Santo! ¡Santo! ¡Santo!
Tú, que has llenado de inmensas gracias el alma de María
e inflamado de santo celo los corazones de los apóstoles,
dígnate también abrasar mi corazón con tu amor.
Tú eres un espíritu divino, fortifícame contra los malos espíritus;
tú eres fuego, enciende en mí el fuego de tu amor,
tú eres luz, ilumíname, hazme conocer las verdades eternas;
tú eres una paloma, dame costumbres puras;
eres un soplo lleno de dulzura, disipa las tempestades que levantan en mí las pasiones;
eres una nube, cúbreme con la sombra de tu protección;
en fin, a ti que eres el autor de todos los dones celestes:
¡ah! Te suplico, vivifícame con la gracia,
santifícame con tu caridad,
gobiérname con tu sabiduría,
adóptame como tu hijo por tu bondad,
y sálvame por tu infinita misericordia,
para que no cese jamás de bendecirte, de alabarte y de amarte;
primero en la tierra durante mi vida,
y luego en el cielo durante toda la eternidad.