Así como cuando hemos perdido la paz del corazón, debemos emplear todos los esfuerzos posibles para recobrarla; así has de saber que no puede ocurrir en el mundo accidente alguno que deba quitarnos este inestimable tesoro.
De los pecados propios no es dudable que debemos dolernos; pero con un dolor tranquilo y pacífico, como muchas veces he dicho. Asimismo, justo es que nos compadezcamos de otros pecadores, y que a lo menos interiormente lloremos su desgracia; pero nuestra compasión, como nacida puramente de la caridad, ha de estar libre y exenta de toda inquietud y perturbación de ánimo.
En orden a los males particulares y públicos a que estamos sujetos en este mundo, como son las enfermedades, las heridas, la muerte, la pérdida de los bienes, de los parientes y de los amigos; la peste, la guerra, los incendios y otros muchos accidentes tristes y trabajosos, que los hombres aborrecen como contrarios a la naturaleza, podemos siempre, con el socorro de la gracia, no solamente recibirlos sin repugnancia, de la mano de Dios, sino también abrazarlos con alegría y contento, considerándolos, o como castigos saludables para los pecadores, o como ocasiones de mérito para los justos.
Por estos dos fines, hija mía, suele Dios afligirnos; pero si nuestra voluntad estuviere resignada en la suya, gozaremos de perfecta paz y quietud interior entre todas las amarguras y contrariedades de esta vida. Y has de tener por cierto, que toda la inquietud desagrada a sus divinos ojos; porque de cualquiera naturaleza que sea, nunca se halla sin alguna imperfección, y procede siempre de una raíz, que es el amor propio.
Procura, pues, hija mía, acostumbrarte a prever desde lejos todos los accidentes que puedan inquietarte, y prepárate a sufrirlos con paciencia. Considera que los males presentes no son efectivamente males, que no son capaces de privarnos de los verdaderos bienes, y que Dios los envía o los permite por los dos fines que hemos dicho; o por otros que nos son ocultos, pero que no pueden dejar de ser siempre muy justos.
Conservando de esta suerte un espíritu siempre igual entre los diversos accidentes de esta vida, aprovecharás mucho, y harás grandes progresos en la perfección; pero sin esta igualdad de espíritu todos tus ejercicios serán inútiles y de ningún provecho. Además de esto, mientras tuvieres inquieto y turbado el corazón, te hallarás expuesta a los insultos del enemigo, y no podrás en este estado descubrir la senda y verdadero camino de la virtud.
El demonio procura con todo esfuerzo desterrar la paz de nuestro corazón; porque sabe que Dios habita en la paz, y que la paz es el lugar en que suele obrar cosas grandes. De aquí nace que no hay artificio de que no se sirva para robarnos este inestimable tesoro, y a este fin nos inspira diversos deseos que parecen buenos y son verdaderamente malos. Este engaño se puede conocer fácilmente, entre otras señales, en que tales deseos nos quitan la paz y quietud del corazón.
Para remediar un daño tan grave, conviene que, cuando el enemigo se esfuerza a excitar en ti algún nuevo deseo, no le des entrada en tu corazón sin que primeramente, libre y desnuda de todo afecto de propiedad y querer, ofrezcas y presentes a Dios este nuevo deseo; y, confesando tu ceguedad e ignorancia, le pidas con eficacia que su divina luz te haga conocer si viene de su Majestad o del enemigo. Recurre también, cuando pudieres, al consejo de tu padre espiritual.
Aun cuando estuvieres cierta y segura de que el deseo que se forma en tu corazón es un movimiento del Espíritu Santo, no debes ponerlo en obra sin haber mortificado primero tu demasiada vivacidad; porque una buena obra, a la cual precede esta mortificación, es más perfecta y más agradable a Dios que si se hiciese con un ardor y ansia natural; y muchas veces la buena obra le agrada menos que esta mortificación.
De esta suerte, desechando y repeliendo los deseos no buenos, y no efectuando los buenos sino después de haber reprimido los movimientos de la naturaleza, conservarás tu corazón libre de todo peligro y perfectamente tranquilo.
Para conservar esta paz y tranquilidad del corazón, conviene también que lo defiendas y guardes de ciertas represiones o remordimientos interiores contra ti misma, que si bien nos parece que vienen de Dios, porque te acusan de alguna verdadera falta, no obstante, no vienen sino del demonio. Por sus frutos conocerás la raíz de donde proceden. Si los remordimientos de conciencia te humillan, si te hacen más diligente y fervorosa en el ejercicio y práctica de las buenas obras, y no disminuyen tu confianza en la divina misericordia, debes recibirlos con gratitud y reconocimiento, como favores del cielo; pero si te inquietan, te turban y te confunden; si te hacen pusilánime, tímida y perezosa en el bien, debes creer que son sugestiones del enemigo; y así, sin darles oído, proseguirás tus ejercicios.
Mas como fuera de todo esto nuestras inquietudes nacen comúnmente de los males de esta vida, para que puedas defenderte y librarte de estos golpes, has de hacer dos cosas:
La primera, considerar qué es lo que estos males pueden destruir en nosotros, si es el amor de la perfección o el amor propio. Si no destruyen más que el amor propio, que es nuestro capital enemigo, no debemos quejamos; antes bien, aceptarlos con alegría y reconocimiento, como gracias que Dios nos hace, y como socorros que nos envía; pero si pueden apartarnos de la perfección, y hacernos aborrecible y odiosa la virtud, no por esto debemos desalentarnos ni perder la paz del corazón, como veremos en el capítulo siguiente. La otra cosa es que, levantando tu espíritu a Dios, recibas indiferentemente todo lo que te viniere de su divina mano, persuadiéndote de que las mismas cruces que nos envía son para nosotros fuente de infinitos bienes que entonces no apreciamos porque no los conocemos.