(De "Cada día es un alba" por Louis Evely)
¿Cómo pueden conciliarse la conmiseración y la alegría? ¿Cómo hacerlas cohabitar en el corazón? ¿Cómo soportar nuestra impotencia ante los egoísmos encontrados, ante el hermano que despedaza a su propio hermano, ante la angustia, ante la violencia y la contra-violencia rampante, ante las desavenencias familiares, ante el hambre y las guerras en el Tercer Mundo...?
A veces me parece de un egoísmo verdaderamente cruel el dar gracias por la vida, por la salud, por la paz, por la belleza, por el afecto de los seres queridos...
Pero ¿es justo el reprocharse uno a sí mismo sus alegrías, el sentirse culpable por no sufrir continuamente con quienes sufren? Por supuesto que no podemos permanecer indiferentes ante el mal que hay en el mundo, pero el obligarse a pensar obsesivamente en el sufrimiento y la muerte de los demás es exponerse a morir uno mismo. ¿De qué les serviría a ellos que nosotros nos dejáramos abrumar por semejante compasión?
Puede incluso haber mucho egoísmo en el hecho de complacerse en la tristeza, la desesperación y la culpabilidad, dispensándose así de hacer uno en su propio entorno lo poco que está en su poder y para lo que es absolutamente necesario conservar el equilibrio y la confianza.
Hay «almas generosas» que pretenden persuadirnos de que somos responsables de todas las injusticias pasadas y presentes; pero, al reducirnos a la desesperación, nos impiden aliviar aquellas injusticias con respecto a las cuales podríamos realmente hacer algo.
Por otra parte, ¿no es una escapatoria el tratar de imaginar lo que sufren los demás, con el fin de negar la bondad de la vida? Aquellas personas que son para nosotros motivo (o simplemente ocasión)
para desesperarnos, tal vez son capaces de vivir y amar la vida, que ellos experimentan en toda su radicalidad y en su simplicidad, mientras que quizá nosotros hemos perdido el gusto por la vida a fuerza de refinamientos y de lujos. Nos imaginamos que sufren por carecer precisamente de ese «gusto por la vida» que marca la diferencia entre ellos y nosotros, o porque no han experimentado el verdadero sentido de la vida, cuando es precisamente el sufrimiento lo que muchas veces obliga a buscarlo.
Cada cual debe hacer el mismo acto de fe en la vida, en sí y en los demás, y cada cual puede hacerlo, aunque no sea fácil para nadie.
Nuestra desesperación no se debe a la desdicha de los demás, sino a nuestra propia inconsciencia o a nuestro propio desaliento. Como no tenemos fe en la vida, en la fuerza de vida y de amor que hay en nosotros, olvidamos que ellos sí poseen dicha fe, y que tal vez la viven y la reconocen mucho mejor. Creemos desesperarnos por sus sufrimientos, pero en realidad es por la debilidad de nuestra esperanza.
Decía el pastor Wagner: «Si resulta que hay centenares de heridos y tú sólo puedes recoger a uno de ellos, recoge al menos a ése. S¡ resuíta que hay miíes de aimas angustiadas y tú no puedes consolar más que a una de ellas, consuela al menos a ésa. No te dejes arrastrar a la inacción por el hecho de que no puedes hacerlo todo».
Y a una visitante absolutamente abatida ante el espectáculo de la multitud de enfermos y agonizantes carentes de la ayuda necesaria, le decía la madre Teresa: «No piense usted en todos aquellos por los que no puede hacer nada, sino ocúpese únicamente de uno. El excederse de las propias fuerzas no conduce más que a no hacer uso de ellas».
¿Será preciso añadir que, evidentemente, lo que el individuo puede y debe hacer no basta? Es menester, además, unirse y ejercer un influjo colectivo sobre la opinión pública y sobre los gobiernos,
a fin de que dejen de encerrarse en su despiadado egoísmo.