(De "Eternizar la vida" por Louis Evely)
Cada uno de nosotros es, mediante toda su existencia, el testimonio, la expresión, la manifestación del sentido que da a su vida. Una vida justa, un instinto certero del valor de la vida, aun cuando no se pueda expresar o se exprese mal, vale infinitamente más que la expresión adecuada de una vida mal vivida. Para míes un principio absoluto que todo lo que se vive y se piensa realmente tiene un valor ante el cual se inclinan todos los argumentos.
Creo que lo que ha dado profundidad a la influencia de Jesús es que él revelaba, mediante su propia vida, un sentido que todos percibimos veladamente. No me refiero a los intelectuales que habían separado sus ideas de su vida, sino a las gentes sencillas que, por el contrario, sentían de inmediato que Jesús los conmovía y les hablaba certeramente. Verificaban por sí mismos la autenticidad de su palabra y reconocían en lo que decía lo que no habían podido pensar por sí mismos, pero percibían como verdadero.
Todo el mundo tiene un conocimiento de Dios; todo el mundo tiene un conocimiento de la verdad, aun cuando no lo sepa. Lo único que podemos hacer por los demás es levantar un poco el velo que oculta a esa presencia. Lo esencial de la enseñanza religiosa debería apelar, como hacía Jesús, a la experiencia. Es inútil hablar de algo que no sea la riqueza que se halla en cada uno. Y entonces es cuando la palabra, en lugar de encadenar a un amo del que se es tributario, nos libera. Al reconocer en nuestra experiencia la verdad de lo que se nos ha enseñado, es como podemos empezar a caminar con nuestro propio bagaje vital.
Es evidente que para muchos hombres de nuestro tiempo la vida carece de sentido. Su vida les parece absurda, y se trata de un fenómeno cada vez más extendido. ¿Por qué este cambio? Porque antaño no había elección: la búsqueda de la subsistencia ocupaba cada instante; se estaba obligado a sobre-vivir. Por otra parte, había un consenso, existía unanimidad en aceptar una concepción indiscutida del universo. Todo el mundo creía, sobre poco más o menos, que el sentido de la existencia conducía al cielo, al infierno o al purgatorio... o, como decía el padre Ganne, a anexos más o menos caldeados.
Actualmente, la mayoría cree que no hay ni Dios ni vida futura. Os confieso que a mí esto no me disgusta, porque ambos constituyen falsas soluciones al problema de la vida. Vivimos una época de exterioridad, en la que el vacío anímico y la incertidumbre generalizada producen personas desorientadas. La preocupación principal es la producción de objetos, el cambio de objetos (de coche, de frigorífico, de vestidos, de marido, de mujer), de cualquier cosa que pueda proporcionar la esperanza de que todo vaya mejor. Se trata de una civilización de la exterioridad, terriblemente eficaz, hay que reconocerlo, pero que sofoca toda forma de vida interior. Hay que distraerse a cualquier precio para evitar pensar. El resultado es que las personas de nuestro tiempo no saben disfrutar de la vida. Por tanto, es urgente preguntarse por el sentido de la vida, por su utilidad.
Pero ¿cómo encontrar un sentido a la vida antes de haberla experimentado y amado? Esto es lo que más necesita el mundo y de lo que más carece. En este terreno, tenemos que reaprenderlo todo, pues a este respecto hemos sido muy maltratados. Ni siquiera sabemos cómo usar las funciones más simples, como, por ejemplo, la respiración. Luego, mientras no se haya experimentado, sentido y amado la vida, ¿qué se podrá decir de ella?
No se vive cuando sólo se vive de intenciones, buscando razones para vivir. Muchos llenan su vacío con ocupaciones, con distracciones e incluso... con «deberes». ¿Hay algo más triste que negarse el derecho a vivir? Creemos que debemos justificar nuestra vida por la producción, el rendimiento, la eficacia, como si la existencia personal no tuviera valor. ¡Cuántas prótesis nos hemos fabricado para eximirnos de vivir! Pues bien, darse cuenta de lo que es la vida, de la riqueza que hay en cada uno de nosotros, de la posibilidad que se nos ofrece de libertad y de amor, es la primera consciencia de Dios que tenemos.
Gozar de Dios es gozar de la vida
No sientes más amor y respeto por Dios que los que sientas por tu propia vida. No tienes más confianza en Dios que la que tengas en tu vida, porque son lo mismo. «He venido para que tengan vida». «Doy mi vida, soy la vida. Quien crea en mí vivirá...» Gozar de Dios es gozar de la propia vida. Sólo podemos gozar de Dios en nuestra vida, en la riqueza interior que va creciendo cuando creemos en nosotros y en la vida. Dios no es una idea en nuestra cabeza; no nos serviría de nada. Dios debe ser sentido, vivido personalmente en cada instante de nuestra vida, pues lo que él nos ofrece es su propia vida, una vida plenamente humana. Puede tratarse incluso de una vida de enfermo, y una vida de enfermo puede ser muy hermosa si se vive de la vida misma de Dios.
En tal caso, ¿es buena idea orar pidiendo curación? ¿Quién puede saber si es bueno para el enfermo curarse? Lo que hay que hacer es ayudarle a ser feliz estando enfermo, cuidarle, alegrarle con nuestra amistad, nuestras visitas, nuestras atenciones; con todo lo que nos parezca interesante y que le permita participar de la vida.
Es bueno orar para que el enfermo sea feliz aun estando enfermo. Quizás entonces esa misma felicidad le cure. Yo creo en esa clase de milagros.
Creo que a Dios le ha parecido bien crear seres vivos que se abran a la vida, progresen, se amen, crezcan y sientan la alegría de vivir. Tal es la misión que nos confía en la tierra. Y la mejor acción de gracias no consiste en entonar alabanzas, sino en existir en plenitud, en resplandecer de felicidad, en testimoniar que estamos habitados y animados. El cristiano no es alguien más inteligente, instruido y virtuoso que los demás; es alguien que se sabe «habitado» y que, por ello, experimenta una alegría y una confianza extraordinarias.