(De "Carta a las familias" por el Papa Juan Pablo II)
Entre los numerosos caminos, la familia es el primero y el más importante.
Es un camino común, aunque particular, único e irrepetible, como irrepetible es todo hombre; un camino del cual no puede alejarse el ser humano.
En efecto, él viene al mundo en el seno de una familia, por lo cual puede decirse que debe a ella el hecho mismo de existir como hombre.
Es un camino común, aunque particular, único e irrepetible, como irrepetible es todo hombre; un camino del cual no puede alejarse el ser humano.
En efecto, él viene al mundo en el seno de una familia, por lo cual puede decirse que debe a ella el hecho mismo de existir como hombre.
Cuando falta la familia, se crea en la persona que viene al mundo una carencia preocupante y dolorosa que pesará posteriormente durante toda la vida.
La Iglesia, con afectuosa solicitud, está junto a quienes viven semejantes situaciones, porque conoce bien el papel fundamental que la familia está llamada a desempeñar.
La Iglesia, con afectuosa solicitud, está junto a quienes viven semejantes situaciones, porque conoce bien el papel fundamental que la familia está llamada a desempeñar.
Sabe, además, que normalmente el hombre sale de la familia para realizar, a su vez, la propia vocación de vida en un nuevo núcleo familiar.
Incluso cuando decide permanecer solo, la familia continúa siendo, por así decirlo, su horizonte existencial como comunidad fundamental sobre la que se apoya toda la gama de sus relaciones sociales, desde las más inmediatas y cercanas hasta las más lejanas. ¿No hablamos acaso de «familia humana» al referirnos al conjunto de los hombres que viven en el mundo?
Incluso cuando decide permanecer solo, la familia continúa siendo, por así decirlo, su horizonte existencial como comunidad fundamental sobre la que se apoya toda la gama de sus relaciones sociales, desde las más inmediatas y cercanas hasta las más lejanas. ¿No hablamos acaso de «familia humana» al referirnos al conjunto de los hombres que viven en el mundo?
La familia tiene su origen en el mismo amor con que el Creador abraza al mundo creado, como está expresado «al principio», en el libro del Génesis. Jesús ofrece una prueba suprema de ello en el evangelio: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Jn 3, 16).
El Hijo unigénito, consustancial al Padre,«Dios de Dios, Luz de Luz», entró en la historia de los hombres a través de una familia: «El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, ...amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros excepto en el pecado».
Por tanto, si Cristo «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre»4, lo hace empezando por la familia en la que eligió nacer y crecer. Se sabe que el Redentor pasó gran parte de su vida oculta en Nazaret: «sujeto» como «Hijo del hombre» a María, su Madre, y a José, el carpintero.
Esta «obediencia» filial, ¿no es ya la primera expresión de aquella obediencia suya al Padre «hasta la muerte», mediante la cual redimió al mundo?
Esta «obediencia» filial, ¿no es ya la primera expresión de aquella obediencia suya al Padre «hasta la muerte», mediante la cual redimió al mundo?
El misterio divino de la encarnación del Verbo está, pues, en estrecha relación con la familia humana. No sólo con una, la de Nazaret, sino, de alguna manera, con cada familia, análogamente a cuanto el concilio Vaticano II afirma del Hijo de Dios, que en la Encarnación «se ha unido, en cierto modo, con todo hombre».
Siguiendo a Cristo, «que vino» al mundo «para servir», la Iglesia considera el servicio a la familia una de sus tareas esenciales. En este sentido, tanto el hombre como la familia constituyen «el camino de la Iglesia».