(De "El Secreto Admirable del Santísimo Rosario" por San Luis María Grignon de Monfort)
El Credo o Símbolo de los Apóstoles -que se reza sobre la cruz del Rosario- por ser un santo resumen y compendio de las verdades cristianas, es una oración de gran mérito, porque la fe es la base, el fundamento y el principio de todas las virtudes cristianas, de todas las virtudes eternas y de todas las oraciones agradables a Dios. Quien se acerca a Dios ha de empezar por creer, y cuanto mayor sea su fe, tanta más fuerza y mérito en sí misma tendrá la oración y tanta más gloria dará a Dios.
No me detendré a explicar las palabras del Símbolo de los Apóstoles; pero no puedo menos de aclarar estas tres primeras palabras: "Creo en Dios", que encierran los actos de las tres virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad. Tienen maravillosa eficacia para santificar el alma y abatir a los demonios. Con estas palabras han vencido muchos santos las tentaciones, principalmente las que iban contra la fe, la esperanza y la caridad durante su vida o en la hora de la muerte. Éstas fueron las últimas palabras que San Pedro mártir escribió con el dedo sobre la arena lo mejor que pudo, cuando rota la cabeza por un sablazo de un hereje estaba a punto de expirar.
Como la fe es la única llave para entrar en todos los misterios de Jesús y María encerrados en el Santo Rosario, conviene empezarlo rezando el Credo con muy devota atención, y cuanto mayor y más viva sea nuestra fe, tanto más meritorio será el Rosario. Es preciso que la fe sea viva y animada por la caridad: es decir, que para rezar bien el Rosario es necesario estar en gracia de Dios o en busca de esta gracia; es necesario que la fe sea fuerte y constante; es decir, que no hay que buscar en la práctica del Santo Rosario solamente el gusto sensible y el consuelo espiritual, o -lo que es lo mismo- que no hay que dejarlo porque se tenga una enormidad de distracciones involuntarias en el espíritu, un inexplicable tedio en el alma, un pesado fastidio y un sopor casi continuo en el cuerpo. No son precisos gusto, ni consuelo, ni suspiros, fervor y lágrimas, ni aplicación continua de la imaginación, para rezar bien el Rosario. Bastan la fe pura y la buena intención.
El padrenuestro u oración dominical tiene la primera excelencia en su autor, que no es hombre ni ángel, sino el Rey de los ángeles y de los hombres, Jesucristo. Convenía -dice San Cipriano- que aquel que venía a darnos la vida de la gracia como Salvador nos enseñase el modo de orar como celestial Maestro. La sabiduría de este divino Maestro se manifiesta bien en el orden, la dulzura, la fuerza y la claridad de esta oración divina; es corta, pero rica en enseñanzas, inteligible para la gente sencilla y llena de misterios para los sabios.
San Agustín asegura que el padrenuestro bien rezado quita los pecados veniales. El justo cae siete veces cada día. La oración dominical contiene siete peticiones por las cuales podemos remediar estas caídas y fortificarnos contra los enemigos. Es oración corta y fácil para que, como somos frágiles y estamos sujetos a muchas miserias, recibamos rápido auxilio, rezándola frecuente y devotamente.
"Padre nuestro", el más tierno de todos los padres, todopoderoso en la creación, admirabilísimo en la conservación del universo, amabilísimo en su Providencia, bonísimo e infinitamente bueno en la Redención. Dios es nuestro Padre, nosotros somos hermanos, el cielo es nuestra patria y nuestra herencia. ¿No nos inspirará esto, al mismo tiempo, el amor a Dios, el amor al prójimo y el desprendimiento de todo lo terreno? Amemos, pues, a un Padre como ése, y digámosle mil y mil veces: "Padre nuestro, que estás en el cielo." Vos que llenáis el cielo y la tierra por la inmensidad de vuestra esencia, que estáis presente en todas partes; Vos que estáis en los santos por vuestra gloria, en los condenados por vuestra justicia, en los justos por vuestra gracia y en los pecadores por vuestra paciencia que los sufre, haced que recordemos siempre nuestro origen celestial, que vivamos como verdaderos hijos vuestros, que tendamos siempre hacia Vos solamente con todo el ardor de nuestros deseos.
"Santificado sea tu nombre." El nombre del Señor es santo y temible, dice el profeta-rey, y en el cielo, según Isaías, resuenan las alabanzas con que los serafines aclaman sin cesar la santidad del Señor Dios de los ejércitos. Deseamos que toda la tierra conozca y adore los atributos de este Dios tan grande y tan santo: que sea conocido, amado y adorado de los paganos y de todos los infieles; que todos los hombres le sirvan y glorifiquen con fe viva, firme esperanza y ardiente caridad, renunciando a todos los errores; en una palabra, que todos los hombres sean santos porque Él lo es.
"Venga a nosotros tu reino." Es decir, que reinéis en nuestras almas por vuestra gracia, durante la vida, a fin de que merezcamos después de nuestra muerte reinar con Vos en vuestro reino, que es la soberana y eterna felicidad que creemos, esperamos y deseamos, esa felicidad que nos está prometida por la bondad del Padre, que nos fue adquirida por los méritos del Hijo y que nos es revelada por las luces del Espíritu Santo.
"Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo." Sin duda, nada puede sustraerse a las disposiciones de la divina Providencia, que tiene todo previsto y arreglado antes del suceso, ningún obstáculo es capaz de impedirle el fin que se ha propuesto, y cuando pedimos a Dios que se haga su voluntad, no es que temamos, dice Tertuliano, que alguno se oponga eficazmente a la ejecución de sus designios, sino que aceptamos humildemente cuanto le plugo ordenar respecto a nosotros; que cumplimos siempre y en todas las cosas su santa voluntad, manifiesta en sus mandamientos, con tanta prontitud, amor y constancia como los ángeles y bienaventurados le obedecen en el cielo.
"Danos hoy nuestro pan de cada día." Jesucristo nos enseña a pedir a Dios cuanto necesitamos para la vida del cuerpo y la del alma. Por estas palabras de la oración dominical confesamos humildemente nuestra miseria y rendimos homenaje a la Providencia, declarando que creemos y queremos obtener de su bondad todos los bienes temporales. Bajo el nombre de pan pedimos lo que es indispensable para la vida, excluyendo lo superfluo. Este pan lo pedimos hoy, es decir, que limitamos al día nuestras solicitudes, confiando a la Providencia el mañana. Pedimos el pan de cada día, confesando así nuestras necesidades que siempre renacen y mostrando la continua dependencia en que estamos de la protección y socorro de Dios.
"Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden." Nuestros pecados -dicen San Agustín y Tertuliano- son deudas que contraemos con Dios, y su justicia exige el pago hasta el último céntimo. Por tanto tenemos todas esas tristes deudas. A pesar del número de nuestras iniquidades, acerquémonos a Él confiadamente y digámosle con verdadero arrepentimiento: Padre nuestro, que estás en el cielo, perdónanos los pecados de nuestro corazón y de nuestra boca, los pecados de acción y de omisión que nos hacen infinitamente culpables a los ojos de vuestra justicia; porque, como hijos de un padre clemente y misericordioso, perdonamos por obediencia y por caridad a nuestros ofensores.
Y "no permitas que", por infidelidad a vuestras gracias, "sucumbamos a las tentaciones" del mundo, del demonio y de la carne. Y "líbranos del mal", que es el pecado, del mal de la pena temporal y de la pena eterna que hemos merecido.
"¡Amén!" Palabra de gran consuelo que es, dice San Jerónimo, como el sello que Dios pone al fin de nuestras súplicas para asegurarnos de que nos ha escuchado, como si Él mismo nos respondiese: ¡Amén! Sea como pedís, ciertamente lo habéis conseguido, pues tal es el significado de la palabra ¡Amén!
La salutación angélica resume en la síntesis más concisa toda la teología cristiana sobre la Santísima Virgen. Se encuentra en ella una alabanza y una invocación. Encierra la alabanza cuanto forma la verdadera grandeza de María; la invocación comprende todo lo que debemos pedirle y lo que de su bondad podemos alcanzar. La Santísima Trinidad ha revelado la primera parte; Santa Isabel, iluminada por el Espíritu Santo, añadió la segunda; y la Iglesia en el primer Concilio de Éfeso en 430, ha puesto la conclusión.
Por la salutación angélica, Dios se hizo hombre, y la Virgen Madre de Dios; las almas de los justos salieron del limbo, las ruinas del cielo se repararon y los tronos vacíos se ocuparon de nuevo, se perdonó el pecado, se nos dio la gracia, curáronse las enfermedades, resucitaron los muertos, se llamó a los desterrados, se aplacó la Santísima Trinidad y obtuvieron los hombres la vida eterna. En fin, la salutación angélica es el arco iris, el emblema de la clemencia y de la gracia dadas al mundo por Dios.