Con el claro y sobrio lenguaje de la catequesis, la Iglesia enseña que "la existencia de seres espirituales, no corporales, que la Sagrada Escritura llama habitualmente ángeles, es una verdad de fe. El testimonio de la Escritura es tan claro como la unanimidad de la Tradición".
Según la Escritura, los Ángeles son mensajeros de Dios, "poderosos ejecutores de sus órdenes, prontos a la voz de su palabra" (Sal 103,20), al servicio de su plan de salvación, "enviados para servir a los que deben heredar la salvación" (Heb 1,14).
Los fieles no ignoran los numerosos episodios de la Antigua y de la Nueva Alianza en los que intervienen la santos Ángeles; saben que los Ángeles cierran las puertas del paraíso terrenal, salvan a Agar y a su hijo Ismael, detienen la mano de Abraham cuando estaba a punto de sacrificar a Isaac, anuncian nacimientos prodigiosos, guardan los caminos del justo, alaban sin cesar al Señor y presentan a Dios las oraciones de los Santos. Recuerdan también la intervención de un Ángel a favor del profeta Elías, fugitivo y extenuado, de Azarías y de sus compañeros arrojados al horno, de Daniel encerrado en el foso de los leones; les resulta familiar la historia de Tobías, en la que Rafael, "uno de los siete Ángeles que están siempre dispuestos a entrar en la presencia de la majestad del Señor" (Tob 12,15), realiza múltiples servicios a favor de Tobí, de su hijo Tobías y de Sara, su mujer.
Los fieles saben también que no son pocos los episodios de la vida de Jesús en los que los Ángeles tienen una función particular: el Ángel Gabriel anuncia a María que concebirá y dará a luz al Hijo del Altísimo y de manera semejante, un Ángel revela a José el origen sobrenatural de la maternidad de la Virgen; los Ángeles llevan a los pastores de Belén la alegre noticia del nacimiento del Salvador; el "Ángel del Señor" protege la vida del niño Jesús amenazado por Herodes; los Ángeles asisten a Jesús en el desierto y lo confortan en la agonía, anuncian a las mujeres que se habían dirigido a la tumba de Cristo que "ha resucitado" e intervienen en la Ascensión, para revelar su sentido a los discípulos y para anunciar que "Jesús... volverá un día del mismo modo que le habéis visto ahora subir al cielo" (Hech 1,11).
A los fieles no se les oculta la importancia de la advertencia de Jesús, de no despreciar a uno solo de los pequeños que creen en Él, "porque sus Ángeles en el cielo ven siempre el rostro del Padre" (Mt 18,10), y de las consoladoras palabras según las cuales "hay alegría entre los Ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte" (Lc 15,10). Finalmente, saben que "el Hijo del hombre vendrá en su gloria con todos sus Ángeles" (Mt 25,31) para juzgar a los vivos y a los muertos y llevar la historia a su consumación.
La Iglesia, que en sus inicios fue protegida y defendida por el ministerio de los Ángeles y continuamente experimenta su "ayuda misteriosa y poderosa", venera a esto espíritus celestes y pide con confianza su intercesión.
Durante el Año litúrgico, la Iglesia conmemora la participación de los Ángeles en los acontecimientos de la salvación y celebra su memoria en unas fechas determinadas: el 29 de Septiembre la de los Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael, el 2 de Octubre la de los Ángeles Custodios; les dedica una Misa votiva, cuyo prefacio proclama que "la gloria de Dios resplandece en los Ángeles"; en la celebración de los misterios divinos, se asocia al canto de los Ángeles para proclamar la gloria de Dios, tres veces santo e invoca su asistencia para que la ofrenda eucarística "sea llevada a tu presencia hasta el altar del cielo"; ante ellos celebra el oficio de alabanza; al ministerio de los Ángeles confía las oraciones de los fieles, el dolor de los penitentes, la defensa de los inocentes contra los ataques del Maligno; implora a Dios para que mande, al final de la jornada a sus Ángeles a custodiar a los que oran en paz; ruega para que los espíritus celestes vengan en ayuda de los agonizantes y, en el rito de las exequias, suplica para que los Ángeles acompañen al paraíso el alma del difunto y guarden su sepulcro.
A lo largo de los siglos, los fieles han traducido en expresiones de piedad las convicciones de fe respecto al ministerio de los Ángeles: los han tomado como patronos de ciudades y protectores de agrupaciones; en su honor han levantado santuarios famosos, como Mont-Saint-Michel en Normandía, san Michele della Chiusa en Piamonte y san Michele al Gargano en Puglia, y han establecido días festivos; han compuesto himnos y ejercicios de piedad.
En particular, la piedad popular ha desarrollado la devoción al Ángel Custodio. Ya san Basilio Magno (+379) enseñaba que "todo fiel tiene a su lado un Ángel como protector y pastor, para llevarlo a la vida". Esta antigua doctrina se fue consolidando poco a poco desde sus fundamentos bíblicos y patrísticos, y dio origen a diversas expresiones de piedad, hasta encontrar en san Bernardo de Claraval (+1153) un gran maestro y un apóstol insigne de la devoción a los Ángeles Custodios. Para él son demostración de que "el cielo no descuida nada que pueda ayudarnos", por lo cual pone "a nuestro lado estos espíritus celestes para que nos protejan, nos instruyan y nos guíen".
La devoción a los Ángeles Custodios da lugar también a un estilo de vida caracterizado por:
- devoto agradecimiento a Dios, que ha puesto al servicio de los hombres espíritus de tan gran santidad y dignidad;
- actitud de compostura y piedad, motivada por la conciencia de estar constantemente en presencia de los santos Ángeles;
- serena confianza, incluso al afrontar situaciones difíciles, porque el Señor guía y asiste al fiel en el camino de la justicia también mediante el ministerio de los Ángeles.
Entre las oraciones al Ángel Custodio está particularmente extendida la oración Angele Dei, que en muchas familias forma parte de las oraciones de la mañana y de la tarde, y que en muchos lugares se une también al rezo del Ángelus.
La piedad popular a los santos Ángeles, legítima y saludable, sin embargo puede dar lugar a desviaciones, como por ejemplo:
- si, como a veces sucede, se forma en el espíritu de los fieles una idea errónea pensando que el mundo y la vida están sometidos a tensiones demiúrgicas, a la lucha incesante entre espíritus buenos y malos, entre Ángeles y demonios, en la cual el hombre resulta arrollado por poderes superiores a él, ante los que no puede hacer nada; esta concepción, en cuanto elimina la responsabilidad del fiel, no se corresponde con la auténtica visión evangélica de la lucha contra el Maligno, que exige del discípulo de Cristo un compromiso moral, una opción por el Evangelio, humildad y oración;
- si las situaciones cotidianas de la vida se interpretan de una manera esquemática y simplista, casi infantil, atribuyendo al Maligno incluso las pequeñas contradicciones, y por el contrario, al Ángel Custodio los éxitos y logros, todo lo cual tiene poco o nada que ver con el progreso del hombre en su camino para alcanzar la madurez en Cristo. También hay que rechazar el uso de dar a los Ángeles nombres particulares, excepto Miguel, Gabriel y Rafael, que aparecen en la Escritura.