Estas palabras del Salmo responsorial contienen, en cierto sentido, el núcleo más profundo de la Cuaresma y expresan, al mismo tiempo, su programa esencial. Son palabras tomadas del salmo Miserere, en el que el pecador abre su corazón a Dios, confiesa su culpa e implora el perdón de sus pecados: «Lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. Contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces. No me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu» (Sal 50, 4-6.13).
Este salmo constituye un comentario litúrgico de notable eficacia al rito de la Ceniza. La ceniza es signo de la caducidad del hombre y de su sujeción a la muerte. En este tiempo, en el que nos preparamos para revivir litúrgicamente el misterio de la muerte en cruz del Redentor, debemos sentir y vivir más profundamente nuestra mortalidad.
Somos seres mortales y, a pesar de ello, nuestra muerte no significa destrucción y aniquilación. Dios ha inscrito en ella la profunda perspectiva de la nueva creación. Por eso el pecador que celebra el miércoles de Ceniza puede y debe clamar: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme» (Sal 50, 12).
Somos seres mortales y, a pesar de ello, nuestra muerte no significa destrucción y aniquilación. Dios ha inscrito en ella la profunda perspectiva de la nueva creación. Por eso el pecador que celebra el miércoles de Ceniza puede y debe clamar: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme» (Sal 50, 12).
En la Cuaresma la certeza de esta nueva creación brota de la luz del misterio de Cristo: misterio de su pasión, muerte y resurrección. San Pablo, en la liturgia de hoy, afirma: «En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios. Al que no había pecado Dios lo hizo expiación por nuestro pecado, para que nosotros, unidos a él, recibamos la justificación de Dios» (2 Co 5, 20-21).
Cristo, al aceptar experimentar en su carne el drama de la muerte humana, se hizo partícipe de la destructibilidad vinculada a la existencia temporal del hombre. El Apóstol habla de ello con gran claridad cuando afirma: «Dios lo hizo expiación por nuestro pecado». Eso significa que Dios trató a Cristo, «que no había pecado», como a un pecador, y eso para nuestro bien. En efecto, Cristo compartió nuestro destino de hombres agobiados por el pecado, para que nosotros, unidos a él, recibiéramos la justificación de Dios.
Por nuestra fe en Cristo podemos decir con el salmista: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme» (Sal 50, 12). ¿Para qué serviría la imposición de la ceniza, si no nos alumbrara la esperanza de la vida nueva, de la nueva creación, que nos concedió Dios en Cristo?
Durante todo el año litúrgico la Iglesia vive del sacrificio redentor de Cristo. Sin embargo, en el tiempo de Cuaresma, deseamos sumergirnos en él de un modo especialmente intenso, de acuerdo con la exhortación del Apóstol: «Ahora es tiempo favorable, ahora es el día de la salvación» (2 Co 6, 2).
En este tiempo fuerte, de modo muy especial, se nos reparten los tesoros de la Redención, que Cristo crucificado y resucitado nos ha merecido. La exclamación del salmista: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme» se transforma así, al inicio de la Cuaresma, en una fuerte llamada a la conversión.
Con las palabras del salmo Miserere, el pecador no sólo se acusa de sus culpas, sino que al mismo tiempo comienza un nuevo itinerario creativo, el camino de la conversión: «Convertíos a mí de todo corazón» (Jl 2, 12), dice en nombre de Dios el profeta Joel en la primera lectura. «Convertirse» significa, por tanto, entrar en profunda intimidad con Dios, como propone también el evangelio de hoy.
Una auténtica conversión implica realizar todas las obras propias del tiempo de Cuaresma: la limosna, la oración y el ayuno. Sin embargo, no se deben vivir sólo como observancia exterior, sino también como expresión del encuentro íntimo, y en cierta medida desconocido a los hombres, con Dios mismo.
La conversión conlleva un nuevo descubrimiento de Dios. En la conversión se experimenta que en él reside la plenitud del bien, que se nos reveló en el misterio pascual de Cristo y que se recibe a manos llenas en la íntima morada del corazón.
Esto es lo que Dios espera. Dios quiere crear en nosotros un corazón puro y renovarnos por dentro con espíritu firme. Y nosotros, al inicio de esta Cuaresma, queremos abrir nuestro espíritu a la gracia de Dios, para vivir intensamente el itinerario de conversión hacia la Pascua.