« Cuando Dios revela hay que prestarle la obediencia de la fe » (Rom 16, 26), por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios, como enseña el Concilio. Esta descripción de la fe encontró una realización perfecta en María. El momento « decisivo » fue la anunciación, y las mismas palabras de Isabel « Feliz la que ha creído » se refieren en primer lugar a este instante.
En efecto, en la Anunciación María se ha abandonado en Dios completamente, manifestando « la obediencia de la fe » a aquel que le hablaba a través de su mensajero y prestando « el homenaje del entendimiento y de la voluntad ». Ha respondido, por tanto, con todo su « yo » humano, femenino, y en esta respuesta de fe estaban contenidas una cooperación perfecta con « la gracia de Dios que previene y socorre » y una disponibilidad perfecta a la acción del Espíritu Santo, que, « perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones ».
La palabra del Dios viviente, anunciada a María por el ángel, se refería a ella misma « vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo » (Lc 1, 31). Acogiendo este anuncio, María se convertiría en la « Madre del Señor » y en ella se realizaría el misterio divino de la Encarnación: « El Padre de las misericordias quiso que precediera a la encarnación la aceptación de parte de la Madre predestinada ». Y María da este consentimiento, después de haber escuchado todas las palabras del mensajero. Dice: « He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra » (Lc 1, 38). Este fiat de María —« hágase en mí »— ha decidido, desde el punto de vista humano, la realización del misterio divino. Se da una plena consonancia con las palabras del Hijo que, según la Carta a los Hebreos, al venir al mundo dice al Padre: « Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo ... He aquí que vengo ... a hacer, oh Dios, tu voluntad » (Hb 10, 5-7).
El misterio de la Encarnación se ha realizado en el momento en el cual María ha pronunciado su fiat: « hágase en mí según tu palabra », haciendo posible, en cuanto concernía a ella según el designio divino, el cumplimiento del deseo de su Hijo. María ha pronunciado este fiat por medio de la fe. Por medio de la fe se confió a Dios sin reservas y « se consagró totalmente a sí misma, cual esclava del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo ». Y este Hijo —como enseñan los Padres— lo ha concebido en la mente antes que en el seno: precisamente por medio de la fe. Justamente, por ello, Isabel alaba a María: « ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas por parte del Señor! ». Estas palabras ya se han realizado. María de Nazaret se presenta en el umbral de la casa de Isabel y Zacarías como Madre del Hijo de Dios. Es el descubrimiento gozoso de Isabel: « ¿de donde a mí que la Madre de mi Señor venga a mí? ».
Por lo tanto, la fe de María puede parangonarse también a la de Abraham, llamado por el Apóstol « nuestro padre en la fe ». En la economía salvífica de la revelación divina la fe de Abraham constituye el comienzo de la Antigua Alianza; la fe de María en la anunciación da comienzo a la Nueva Alianza. Como Abraham « esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones », así María, en el instante de la anunciación, después de haber manifestado su condición de virgen (« ¿cómo será esto, puesto que no conozco varón? »), creyó que por el poder del Altísimo, por obra del Espíritu Santo, se convertiría en la Madre del Hijo de Dios según la revelación del ángel: « el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios » (Lc 1, 35).
Sin embargo las palabras de Isabel « Feliz la que ha creído » no se aplican únicamente a aquel momento concreto de la anunciación. Ciertamente la anunciación representa el momento culminante de la fe de María a la espera de Cristo, pero es además el punto de partida, de donde inicia todo su « camino hacia Dios », todo su camino de fe. Y sobre esta vía, de modo eminente y realmente heroico —es mas, con un heroísmo de fe cada vez mayor— se efectuará la « obediencia » profesada por ella a la palabra de la divina revelación. Y esta « obediencia de la fe » por parte de María a lo largo de todo su camino tendrá analogías sorprendentes con la fe de Abraham. Como el patriarca del Pueblo de Dios, así también María, a través del camino de su fiat filial y maternal, « esperando contra esperanza, creyó ».
De modo especial a lo largo de algunas etapas de este camino la bendición concedida a « la que ha creído » se revelará con particular evidencia. Creer quiere decir « abandonarse » en la verdad misma de la palabra del Dios viviente, sabiendo y reconociendo humildemente « ¡cuan insondables son sus designios e inescrutables sus caminos! » (Rom 11, 33). María, que por la eterna voluntad del Altísimo se ha encontrado, puede decirse, en el centro mismo de aquellos « inescrutables caminos » y de los « insondables designios » de Dios, se conforma a ellos en la penumbra de la fe, aceptando plenamente y con corazón abierto todo lo que está dispuesto en el designio divino.
María, cuando en la anunciación siente hablar del Hijo del que será madre y al que « pondrá por nombre Jesús » (Salvador), llega a conocer también que a el mismo « el Señor Dios le dará el trono de David, su padre » y que « reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin » (Lc 1, 32-33) En esta dirección se encaminaba la esperanza de todo el pueblo de Israel. EL Mesías prometido debe ser « grande », e incluso el mensajero celestial anuncia que « será grande », grande tanto por el nombre de Hijo del Altísimo como por asumir la herencia de David. Por lo tanto, debe ser rey, debe reinar « en la casa de Jacob ». María ha crecido en medio de esta expectativa de su pueblo, podía intuir, en el momento de la anunciación ¿qué significado preciso tenían las palabras del ángel? ¿Cómo conviene entender aquel « reino » que no « tendrá fin »?
Aunque por medio de la fe se haya sentido en aquel instante Madre del « Mesías-rey », sin embargo responde: « He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra » (Lc 1, 38 ). Desde el primer momento, María profesa sobre todo « la obediencia de la fe », abandonándose al significado que, a las palabras de la anunciación, daba aquel del cual provenían: Dios mismo.
Siempre a través de este camino de la « obediencia de la fe » María oye algo más tarde otras palabras; las pronunciadas por Simeón en el templo de Jerusalén. Cuarenta días después del nacimiento de Jesús, según lo prescrito por la Ley de Moisés, María y José « llevaron al niño a Jerusalén para presentarle al Señor » (Lc 2, 22) El nacimiento se había dado en una situación de extrema pobreza. Sabemos, pues, por Lucas que, con ocasión del censo de la población ordenado por las autoridades romanas, María se dirigió con José a Belén; no habiendo encontrado « sitio en el alojamiento », dio a luz a su hijo en un establo y «le acostó en un pesebre ».
Un hombre justo y piadoso, llamado Simeón, aparece al comienzo del « itinerario » de la fe de María. Sus palabras, sugeridas por el Espíritu Santo, confirman la verdad de la anunciación. Leemos, en efecto, que « tomó en brazos » al niño, al que —según la orden del ángel— « se le dio el nombre de Jesús ». El discurso de Simeón es conforme al significado de este nombre, que quiere decir Salvador: « Dios es la salvación ». Vuelto al Señor, dice lo siguiente: « Porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel » (Lc 2, 30-32). Al mismo tiempo, sin embargo, Simeón se dirige a María con estas palabras: « Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción ... a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones »; y añade con referencia directa a María: « y a ti misma una espada te atravesará el alma » (Lc 2, 34-35).
Las palabras de Simeón dan nueva luz al anuncio que María ha oído del ángel: Jesús es el Salvador, es « luz para iluminar » a los hombres. ¿No es aquel que se manifestó, en cierto modo, en la Nochebuena, cuando los pastores fueron al establo? ¿No es aquel que debía manifestarse todavía más con la llegada de los Magos del Oriente?. Al mismo tiempo, sin embargo, ya al comienzo de su vida, el Hijo de María —y con él su Madre— experimentarán en sí mismos la verdad de las restantes palabras de Simeón: « Señal de contradicción » (Lc 2, 34).