Toda la vida de Cristo es oblación al Padre
El Hijo de Dios "bajado del cielo no para hacer su voluntad sino la del Padre que le ha enviado" (Jn 6,38), "al entrar en este mundo, dice: He aquí que vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad. En virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo" (Hb 10,5-10). Desde el primer instante de su Encarnación el Hijo acepta el designio divino de salvación en su misión redentora: "Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra" (Jn 4,34). El sacrificio de Jesús "por los pecados del mundo entero" (1 Jn 2,2), es la expresión de su comunión de amor con el Padre: "El Padre me ama porque doy mi vida" (Jn 10,17). "El mundo ha de saber que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado" (Jn 14,31).
Este deseo de aceptar el designio de amor redentor de su Padre anima toda la vida de Jesús porque su Pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación: "¡Padre líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto!" (Jn 12,27). "El cáliz que me ha dado el Padre ¿no lo voy a beber?" (Jn 18, 11). Y todavía en la cruz antes de que "todo esté cumplido" (Jn 19,30), dice: "Tengo sed" (Jn 19,28).
El cordero que quita el pecado del mundo
Juan Bautista, después de haber aceptado bautizarle en compañía de los pecadores, vio y señaló a Jesús como el "Cordero de Dios que quita los pecados del mundo" (Jn 1,29). Manifestó así que Jesús es a la vez el Siervo doliente que se deja llevar en silencio al matadero y carga con el pecado de las multitudes y el cordero pascual símbolo de la redención de Israel cuando celebró la primera Pascua. Toda la vida de Cristo expresa su misión: "Servir y dar su vida en rescate por muchos" (Mc 10,45).
Jesús acepta libremente el amor redentor del Padre
Jesús, al aceptar en su corazón humano el amor del Padre hacia los hombres, "los amó hasta el extremo" (Jn 13,1) porque "nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos" (Jn 15,13). Tanto en el sufrimiento como en la muerte, su humanidad se hizo el instrumento libre y perfecto de su amor divino que quiere la salvación de los hombres. En efecto, aceptó libremente su pasión y su muerte por amor a su Padre y a los hombres que el Padre quiere salvar: "Nadie me quita [la vida]; yo la doy voluntariamente" (Jn 10,18). De aquí la soberana libertad del Hijo de Dios cuando Él mismo se encamina hacia la muerte.
Jesús anticipó en la cena la ofrenda libre de su vida
Jesús expresó de forma suprema la ofrenda libre de sí mismo en la cena tomada con los doce Apóstoles, en "la noche en que fue entregado" (1 Co 11,23). En la víspera de su Pasión, estando todavía libre, Jesús hizo de esta última Cena con sus Apóstoles el memorial de su ofrenda voluntaria al Padre, por la salvación de los hombres: "Este es mi Cuerpo que va a ser entregado por vosotros" (Lc 22,19). "Esta es mi sangre de la Alianza que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados" (Mt 26,28).
La Eucaristía que instituyó en este momento será el "memorial" (1 Co 11,25) de su sacrificio. Jesús incluye a los Apóstoles en su propia ofrenda y les manda perpetuarla. Así Jesús instituye a sus apóstoles sacerdotes de la Nueva Alianza: "Por ellos me consagro a mí mismo para que ellos sean también consagrados en la verdad" (Jn 17,19).
La agonía de Getsemaní
El cáliz de la Nueva Alianza que Jesús anticipó en la Cena al ofrecerse a sí mismo, lo acepta a continuación de manos del Padre en su agonía de Getsemaní haciéndose "obediente hasta la muerte" (Flp 2,8). Jesús ora: "Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz..." (Mt 26,39). Expresa así el horror que representa la muerte para su naturaleza humana. Esta, en efecto, como la nuestra, está destinada a la vida eterna; además, a diferencia de la nuestra, está perfectamente exenta de pecado que es la causa de la muerte; pero sobre todo está asumida por la persona divina del "Príncipe de la Vida" (Hch 3,15), de "el que vive", Viventis assumpta (Ap 1, 18). Al aceptar en su voluntad humana que se haga la voluntad del Padre, acepta su muerte como redentora para "llevar nuestras faltas en su cuerpo sobre el madero" (1 P 2,24).
La muerte de Cristo es el sacrificio único y definitivo
La muerte de Cristo es a la vez el sacrificio pascual que lleva a cabo la redención definitiva de los hombres por medio del "Cordero que quita el pecado del mundo" (Jn 1,29) y el sacrificio de la Nueva Alianza que devuelve al hombre a la comunión con Dios reconciliándole con Él por "la sangre derramada por muchos para remisión de los pecados" (Mt 26,28).
Este sacrificio de Cristo es único, da plenitud y sobrepasa a todos los sacrificios. Ante todo es un don del mismo Dios Padre: es el Padre quien entrega al Hijo para reconciliarnos consigo. Al mismo tiempo es ofrenda del Hijo de Dios hecho hombre que, libremente y por amor, ofrece su vida a su Padre por medio del Espíritu Santo, para reparar nuestra desobediencia.
Jesús reemplaza nuestra desobediencia por su obediencia
"Como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos" (Rm 5,19). Por su obediencia hasta la muerte, Jesús llevó a cabo la sustitución del Siervo doliente que "se dio a sí mismo en expiación", "cuando llevó el pecado de muchos", a quienes "justificará y cuyas culpas soportará" (Is 53,10-12). Jesús repara por nuestras faltas y satisface al Padre por nuestros pecados.
En la cruz, Jesús consuma su sacrificio
El "amor hasta el extremo" (Jn 13,1) es el que confiere su valor de redención y de reparación, de expiación y de satisfacción al sacrificio de Cristo. Nos ha conocido y amado a todos en la ofrenda de su vida. "El amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron" (2 Co 5,14). Ningún hombre aunque fuese el más santo estaba en condiciones de tomar sobre sí los pecados de todos los hombres y ofrecerse en sacrificio por todos. La existencia en Cristo de la persona divina del Hijo, que al mismo tiempo sobrepasa y abraza a todas las personas humanas, y que le constituye Cabeza de toda la humanidad, hace posible su sacrificio redentor por todos.
"Por su sacratísima pasión en el madero de la cruz nos mereció la justificación", enseña el Concilio de Trento subrayando el carácter único del sacrificio de Cristo como "causa de salvación eterna" (Hb 5,9). Y la Iglesia venera la Cruz cantando: "Salve, oh cruz, única esperanza"; Añadidura litúrgica al himno "Vexilla Regis": Liturgia de las Horas.
Nuestra participación en el sacrificio de Cristo
La Cruz es el único sacrificio de Cristo "único mediador entre Dios y los hombres" (1 Tm 2,5). Pero, porque en su Persona divina encarnada, "se ha unido en cierto modo con todo hombre". Él "ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de Dios sólo conocida se asocien a este misterio pascual" (Gadium et spes). Él llama a sus discípulos a "tomar su cruz y a seguirle" (Mt 16,24) porque Él "sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas" (1 P 2,21). Él quiere, en efecto, asociar a su sacrificio redentor a aquellos mismos que son sus primeros beneficiarios. Eso lo realiza en forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento redentor:
«Esta es la única verdadera escala del paraíso, fuera de la Cruz no hay otra por donde subir al cielo» (Santa Rosa de Lima).