La perfección cristiana

(De "Carta a los Amigos de la Cruz" de san Luis María Grignon de Montfort)

Toda la perfección cristiana, en efecto, consiste en:

1º querer ser santo: el que quiera venirse conmigo,
2º abnegarse: que se niegue a sí mismo,
3º padecer: que cargue con su cruz,
4º obrar: y que me siga.

«Si alguno quiere venirse conmigo»

Si alguno quiere: y no algunos, se refiere al reducido número de los elegidos, que quieren configurarse a Jesucristo crucificado, llevando su cruz. Es un número tan pequeño, tan reducido, que si lo conociéramos, quedaríamos pasmados de dolor.

Es tan pequeño que apenas si hay uno por cada diez mil. Así fue revelado a varios santos, como a San Simeón Estilita, según refiere el santo abad Nilo, después de San Efrén, San Basilio y varios otros. Es tan reducido que, si Dios quisiera reunirlos, tendría que gritarles, como otra vez lo hizo un profeta: «¡congregáos uno a uno!» (Is 27,12), uno de esta provincia, otro de aquel reino.

Si alguno quiere: aquel que tenga una voluntad sincera, una voluntad firme y determinada, no ya por naturaleza, costumbre o amor propio, por interés o respeto humano, sino por una gracia victoriosa del Espíritu Santo, que no a todo el mundo se da: «no a todos ha sido dado a conocer el misterio» (Mt 13,11). De hecho, el conocimiento del misterio de la Cruz ha sido dado a unas pocas personas. Para que un hombre suba al Calvario y se deje crucificar con Jesús, en medio de su propia gente, es necesario que sea un valiente, un héroe, un decidido, un discípulo de Dios, que pisotee el mundo y el infierno, su cuerpo y su propia voluntad; un hombre resuelto a dejarlo todo, a emprender todo lo que sea y a sufrirlo todo por Jesucristo.

Sabedlo bien, queridos Amigos de la Cruz: aquellos de entre vosotros que no tengan esta determinación andan sólo con un pie, vuelan sólo con un ala, y no son dignos de estar entre vosotros, porque no merecen llamarse Amigos de la Cruz, a la que hay que amar, como Jesucristo, «con un corazón generoso y de buena gana» (2Mac 1,3). Basta una voluntad a medias para contagiar, como una oveja sarnosa, a todo el rebaño. Si una de éstas hubiera entrado en vuestro redil por la puerta falsa del mundo, en el nombre de Jesucristo crucificado, echadla fuera, pues es un lobo en medio de las ovejas.

Si alguno quiere venirse conmigo, que tanto me humillé y que me anonadé tanto que llegué a «parecer un gusano, y no un hombre» (Sal 21,7); conmigo, que no vine al mundo sino para abrazar la Cruz -«aquí estoy» (Sal 39,8; Heb 10,7-9)-; para alzarla en medio de mi corazón -«en las entrañas» (Sal 39,9)-; para amarla desde joven -«la quise desde muchacho» (Sab 8,2)-; para suspirar por ella toda mi vida -«¡cómo la ansío!» (Lc 12,50)-; para llevarla con alegría, prefiriéndola a todos los goces y delicias del cielo y de la tierra -«en vez del gozo que se le ofrecía, soportó la cruz» (Heb 12,2)-; conmigo, en fin, que no hallé la plena alegría hasta morir en sus divinos brazos.

«Que se niegue a sí mismo»

El que quiera, pues, venirse conmigo, así anonadado y crucificado, debe, a imitación de mí, no gloriarse sino en la pobreza, en las humillaciones y en los sufrimientos de mi Cruz: «que se niegue a sí mismo».

¡Lejos de los Amigos de la Cruz esos que sufren con orgullo, esos sabios según el siglo, esos grandes genios y espíritus fuertes, que están rellenos e hinchados con sus propias luces y talentos! ¡Lejos de aquí esos grandes charlatanes, que hacen mucho ruido y que no dan más fruto que el de su vanidad! ¡Lejos de aquí los devotos soberbios, que hacen resonar en todas partes aquel «no soy como los demás» del orgulloso Lucifer; que no aguantan que les censuren, sin excusarse; que los ataquen, sin defenderse; que los humillen, sin ensalzarse!

Tened mucho cuidado para no admitir en vuestra compañía a estos hombres delicados y sensuales, que se duelen de la menor molestia, que gritan y se quejan por el menor dolor, que jamás han conocido la cadenilla, el cilicio y la disciplina, ni otro instrumento alguno de penitencia, y que unen a sus devociones -aquellas que están de moda- una sensualidad y una inmortificación sumamente encubiertas y refinadas.

«Que cargue con su cruz»

«Que cargue con su cruz», con la suya propia. Que ese tal, que ese hombre, esa mujer excepcional -«toda la tierra, de un extremo al otro, no alcanzaría a pagarle» (Prov 31,10)-, tome con alegría, abrace con entusiasmo y lleve sobre sus hombros con valentía su cruz, y no la de otro; -su propia cruz, aquélla que con mi sabiduría le he hecho, en número, peso y medida exactos; -su cruz, cuyas cuatro dimensiones, espesor y longitud, anchura y profundidad, tracé yo por mi propia mano con toda exactitud; -su cruz, la que le he fabricado con un trozo de la que llevé sobre el Calvario, como expresión del amor infinito que le tengo; -su cruz, que es el mayor regalo que puedo yo hacer a mis elegidos en esta tierra; -su cruz, formada en su espesor por la pérdida de bienes, humillaciones y desprecios, dolores, enfermedades y penas espirituales, que, por mi providencia, habrán de sobrevenirle cada día hasta la muerte; -su cruz, formada en su longitud por una cierta duración de meses o días en los que habrá de verse abrumado por la calumnia, postrado en el lecho, reducido a la mendicidad, víctima de tentaciones, sequedades, abandonos y otras penas espirituales; -su cruz, constituida en su anchura por todas las circunstancias más duras y amargas, unas veces por parte de sus amigos, otras por los domésticos o los familiares; su cruz, en fin, compuesta en su profundidad por las aflicciones más ocultas que yo mismo le infligiré, sin que pueda hallar consuelo en las criaturas, pues éstas, por orden mía, le volverán la espalda y se unirán a mí para hacerle padecer.

«Que la cargue», que la cargue: no que la arrastre, ni que la rechace o la recorte o la oculte. Es decir, que la lleve en lo alto de la mano, sin impaciencia ni tristeza, sin quejas ni murmuraciones voluntarias, sin componendas ni miramientos naturales, y sin sentir por ello vergüenza alguna o respetos humanos.

«Que la cargue», es decir, que la lleve marcada en su frente, diciendo aquello de San Pablo: «en cuanto a mí, no quiera Dios que me gloríe sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Gál 6,14), mi Maestro.

Que la lleve sobre sus hombros, a ejemplo de Jesucristo, para que la cruz venga a ser el arma de sus conquistas y el cetro de su imperio.

En fin, que él la grabe en su corazón por el amor, para transformarla así en zarza ardiente, que día y noche se abrase en el puro amor de Dios, sin consumirse.

«La cruz». Que cargue con la cruz, pues nada hay tan necesario, nada tan útil, tan dulce ni tan glorioso, como padecer algo por Jesucristo.