Pentecostés, inicio de la misión de la Iglesia

(De la Audiencia General del Papa Juan Pablo II el 20 de septiembre de 1989)

En el Decreto conciliar Ad gentes sobre la actividad misionera de la Iglesia, encontramos ligados el acontecimiento de Pentecostés y la puesta en marcha de la Iglesia en la historia: “El día de Pentecostés (el Espíritu Santo) descendió sobre los discípulos... Fue en Pentecostés cuando empezaron los ‘hechos de los Apóstoles’”. Por tanto, si desde el momento de su nacimiento, saliendo al mundo el día de Pentecostés, la Iglesia se manifestó como “misionera”, esto sucedió por obra del Espíritu Santo. Y podemos enseguida añadir que la Iglesia permanece siempre así: permanece “en estado de misión”. El carácter misionero de la Iglesia pertenece a su misma esencia, es una propiedad constitutiva de la Iglesia de Cristo, porque el Espíritu Santo la hizo “misionera” desde el momento de su nacimiento.

El análisis del texto de los Hechos de los Apóstoles que narra el acontecimiento de Pentecostés nos permite captar la verdad de esta afirmación conciliar, que pertenece al patrimonio común de la Iglesia.

Sabemos que los Apóstoles y los demás discípulos reunidos con María en el Cenáculo, tras haber escuchado “un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso...”, vieron bajar sobre sí unas “lenguas como de fuego”. En la tradición judía el fuego era signo de una especial manifestación de Dios que hablaba para instruir, guiar y salvar a su pueblo. El recuerdo de la experiencia maravillosa del Sinaí se mantenía vivo en el alma de Israel y lo disponía a entender el significado de las nuevas comunicaciones contenidas bajo aquel simbolismo, como sabemos también por el Talmud de Jerusalén. La misma tradición judía había preparado a los Apóstoles para comprender que las “lenguas” significaban la misión de anuncio, de testimonio, de predicación, que Jesús mismo les había encargado, mientras el “fuego” estaba en relación no sólo con la Ley de Dios, que Jesús había confirmado y completado, sino también con Él mismo, con su persona y su vida, con su muerte y su resurrección, ya que Él era la nueva Torah para proponer al mundo. Y bajo la acción del Espíritu Santo las “lenguas de fuego” se convirtieron en palabra en los labios de los Apóstoles: “Quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas según el Espíritu les concedía expresarse” (Hch 2, 4).

Ya en la historia del Antiguo Testamento se había realizado dos manifestaciones análogas, en las que se había dado el espíritu del Señor para un hablar profético. Isaías había visto un serafín que se acercaba teniendo en la mano “una brasa que con las tenazas había tomado de sobre el altar” y con ella le tocaba los labios para purificarlo de toda iniquidad antes de que el Señor le confiase la misión de hablar a su pueblo. Los Apóstoles conocían este simbolismo tradicional y por ello eran capaces de captar el sentido de lo que sucedía en ellos ese día de Pentecostés, como atestigua Pedro en su primer discurso vinculando el don de las lenguas con la profecía de Joel acerca de la futura efusión del Espíritu divino que debía capacitar a los discípulos para profetizar.

Con la “lengua de fuego” (Hch 2, 3) cada uno de los Apóstoles recibió el don multiforme del Espíritu, como los siervos de la parábola evangélica que habían recibido todos un cierto número de talentos para hacer fructificar: y aquella “lengua” era un signo de la conciencia que los Apóstoles poseían y mantenían viva acerca del compromiso misionero al que habían sido llamados y al que se habían consagrado. En efecto, apenas estuvieron y se sintieron “llenos del Espíritu Santo, se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse”. Su poder venía del Espíritu, y ellos ponían en práctica la consigna bajo el impulso interior imprimido desde arriba.

Esto sucedió en el Cenáculo, pero en seguida el anuncio misionero y la glosolalia, o don de las lenguas, traspasaron las paredes de aquella habitación. Y entonces se verificaron dos acontecimientos extraordinarios, descritos por los Hechos de los Apóstoles. Ante todo la glosolalia, que expresaba palabras pertenecientes a una multiplicidad de lenguas y empleadas para cantar las alabanzas de Dios. La muchedumbre, atraída por el fragor y asombrada por aquel hecho, estaba compuesta, es verdad, por “judíos observantes” que se encontraban en Jerusalén con ocasión de la fiesta, pero pertenecían a “todas las naciones que hay bajo el cielo” (Hch 2, 5) y hablaban las lenguas de los pueblos en los que se habían integrado bajo el aspecto civil y administrativo, aunque étnicamente habían permanecido judíos.

Ahora bien, aquella muchedumbre, reunida en torno a los Apóstoles, “se llenó de estupor al oírles hablar cada uno en su propia lengua. Estupefactos y admirados decían: ‘¿Es que no son galileos todos estos que están hablando? Pues ¿cómo cada uno de nosotros les oímos en nuestra propia lengua nativa?’” (Hch 2, 6-8). En este momento Lucas no duda en dibujar una especie de mapa del mundo mediterráneo del que procedían aquellos “judíos observantes”, casi para oponer aquellaecumene de los convertidos a Cristo a la Babel de las lenguas y de los pueblos descrita en el Génesis (11, 1-9), sin dejar de nombrar junto a los demás a los “forasteros de Roma”: “Partos, medos y elamitas; habitantes de Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto, la parte de Libia fronteriza con Cirene, forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes” (Hch 2, 9-11). A todos esos Lucas, casi reviviendo el hecho acontecido en Jerusalén y transmitido en la primera tradición cristiana, pone en su boca las palabras: “les oímos (a los Apóstoles, galileos de origen) hablar en nuestra lengua las maravillas de Dios” (Hch 2, 11).

El acontecimiento de ese día fue ciertamente misterioso, pero también muy significativo. En él podemos descubrir un signo de la universalidad del cristianismo y del carácter misionero de la Iglesia: el hagiógrafo nos la presenta consciente de que el mensaje está destinado a los hombres de “todas las naciones”, y de que, además, es el Espíritu Santo quien interviene para hacer que cada uno entienda al menos algo en su propia lengua: “les oímos en nuestra propia lengua nativa” (Hch 2, 8). Hoy hablaríamos de una adaptación a las condiciones lingüísticas y culturales de cada uno. Por tanto se puede ver en todo esto una primera forma de “inculturación”, realizada por obra del Espíritu Santo.

El segundo hecho extraordinario es la valentía con que Pedro y los otros once se levantan y toman la palabra para explicar el significado mesiánico y pneumatológico de lo que estaba aconteciendo bajo los ojos de aquella muchedumbre asombrada. Pero sobre este hecho volveremos a su debido tiempo. Aquí conviene hacer una última reflexión acerca de la contraposición (una especie de analogía ex contrariis) entre lo que sucedió en Pentecostés y lo que leemos en el libro del Génesis sobre el tema de la torre de Babel. Allí se nos narra la “dispersión” de las lenguas, y por eso también de los hombres que, hablando en diversas lenguas, no logran ya entenderse. En cambio, en el acontecimiento de Pentecostés, bajo la acción del Espíritu, que es Espíritu de verdad, la diversidad de las lenguas no impide ya entender lo que se proclama en nombre y para alabanza de Dios. Se tiene así una relación de unión entre los hombres que va más allá de los límites de las lenguas y de las culturas, producida en el mundo por el Espíritu Santo.

Se trata de un primer cumplimiento de las palabras dirigidas por Jesús a los Apóstoles al subir al Padre: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra” (Hch 1, 8).

«El Espíritu Santo ―comenta el Concilio Vaticano II―“unifica en la comunión y en el ministerio y provee de diversos dones jerárquicos y carismáticos”» (Lumen gentium, 4) a toda la Iglesia a través de todos los tiempos, vivificando, a la manera del alma, las instituciones eclesiásticas e infundiendo en el corazón de los fieles el mismo espíritu de misión que impulsó a Cristo” (Ad gentes, 4). De Cristo a los Apóstoles, a la Iglesia, al mundo entero: bajo la acción del Espíritu Santo puede y debe desarrollarse el proceso de la unificación universal en la verdad y en el amor.