(Catequesis del Papa Juan Pablo II en la Audiencia General del 1 de febrero de 1989)
La profesión de fe que hacemos en el Credo cuando proclamamos que Jesucristo “al tercer día resucitó de entre los muertos”, se basa en los textos evangélicos que, a su vez, nos transmiten y hacen conocer la primera predicación de los Apóstoles. De estas fuentes resulta que la fe en la resurrección es, desde el comienzo, una convicción basada en un hecho, en un acontecimiento real, y no un mito o una “concepción”, una idea inventada por los Apóstoles o producida por la comunidad postpascual reunida en torno a los Apóstoles en Jerusalén, para superar junto con ellos el sentido de desilusión consiguiente a la muerte de Cristo en cruz. De los textos resulta todo lo contrario y por ello, como he dicho, tal hipótesis es también crítica e históricamente insostenible.Los Apóstoles y los discípulos no inventaron la resurrección (y es fácil comprender que eran totalmente incapaces de una acción semejante). No hay rastros de una exaltación personal suya o de grupo, que les haya llevado a conjeturar un acontecimiento deseado y esperado y a proyectarlo en la opinión y en la creencia común como real, casi por contraste y como compensación de la desilusión padecida. No hay huella de un proceso creativo de orden psicológico-sociológico-literario ni siguiera en la comunidad primitiva o en los autores de los primeros siglos. Los Apóstoles fueron los primeros que creyeron, no sin fuertes resistencias, que Cristo había resucitado simplemente porque vivieron la resurrección como un acontecimiento real del que pudieron convencerse personalmente al encontrarse varias veces con Cristo nuevamente vivo, a lo largo de cuarenta días. Las sucesivas generaciones cristianas aceptaron aquel testimonio, fiándose de los Apóstoles y de los demás discípulos como testigos creíbles. La fe cristiana en la resurrección de Cristo está ligada, pues, a un hecho, que tiene una dimensión histórica precisa.
Y sin embargo, la resurrección es una verdad que, en su dimensión más profunda, pertenece a la Revelación divina: en efecto, fue anunciada gradualmente de antemano por Cristo a lo largo de su actividad mesiánica durante el período prepascual. Muchas veces predijo Jesús explícitamente que, tras haber sufrido mucho y ser ejecutado, resucitaría. Así, en el Evangelio de Marcos. se dice que tras la proclamación de Pedro en las cercanía de Cesarea de Filipo. Jesús a comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días. Hablaba de esto abiertamente. También según Marcos, después de la transfiguración, “cuando bajaban del monte les ordenó que a nadie contaran lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos” (Mc 9,9). Los discípulos quedaron perplejos sobre el significado de aquella “resurrección” y pasaron a la cuestión, ya agitada en el mundo judío, del retorno de Elías: pero Jesús reafirmó la idea de que el Hijo del hombre debería “sufrir mucho y ser despreciado” (Mc 9, 12). Después de la curación del epiléptico endemoniado, en el camino de Galilea recorrido casi clandestinamente, Jesús toma de nuevo la palabra para, instruirlos: “El Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres; le matarán y a los tres días de haber muerto resucitará”. “Pero ellos no entendían lo que les decía y temían preguntarle” (Mc 9,31-32). Es el segundo anuncio de la pasión y resurrección al que sigue el tercero, cuando ya se encuentran en camino hacia Jerusalén: “Mirad que subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas; le condenarán a muerte y le entregarán a los gentiles, y se burlarán de él, le escupirán, le azotarán y le matarán, y a los tres días resucitará” (Mc 10,33-34).
Estamos aquí ante una previsión y predicción profética de los acontecimientos, en la que Jesús ejercita su función de revelador, poniendo en relación la muerte y la resurrección unificadas en la finalidad redentora, y refiriéndose al designio divino según el cual todo lo que prevé y predice “debe” suceder. Jesús, por tanto, hace conocer a los discípulos estupefactos e incluso asustados algo del misterio teológico que subyace en los próximos acontecimientos, como por lo demás en toda su vida. Otros destellos de este misterio se encuentran en la alusión al “signo de Jonás” que Jesús hace suyo y aplica a los días de su muerte y resurrección, y en el desafío a los judíos sobre “la reconstrucción en tres días del templo que será destruido”. Juan anota que Jesús “hablaba del Santuario de su cuerpo. Cuando resucitó, pues, de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho eso, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había dicho Jesús” (Jn 2,20-21) Una vez más nos encontramos ante la relación entre la resurrección de Cristo y su Palabra, ante sus anuncios ligados “a las Escrituras”.
Pero además de las palabras de Jesús, también la actividad mesiánica desarrollada por Él en el período prepascual muestra el poder de que dispone sobre la vida y sobre la muerte, y la conciencia de este poder, como la resurrección de la hija de Jairo, la resurrección del joven de Naím, y sobre todo la resurrección de Lázaro que se presenta en el cuarto Evangelio como un anuncio y una prefiguración de la resurrección de Jesús. En las palabras dirigidas a Marta durante este último episodio se tiene la clara manifestación de la autoconciencia de Jesús respecto a su identidad de Señor de la vida v de la muerte v de poseedor de las llaves del misterio de la resurrección: “Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás” (Jn 11, 25-26).
Todo son palabras y hechos que contienen de formas diversas la revelación de la verdad sobre la resurrección en el período prepascual.
En el ámbito de los acontecimientos pascuales, el primer elemento ante el que nos encontramos es el “sepulcro vacío”. Sin duda no es por sí mismo una prueba directa. La ausencia del cuerpo de Cristo en el sepulcro en el que había sido depositado podría explicarse de otra forma, como de hecho pensó por un momento María Magdalena cuando, viendo el sepulcro vacío, supuso que alguno habría sustraído el cuerpo de Jesús.
Más aún el Sanedrín trató de hacer correr la voz de que, mientras dormían los soldados, el cuerpo habla sido robado por los discípulos. “Y se corrió esa versión entre los judíos, ―anota Mateo― hasta el día de hoy” (Mt 28, 12-15).
A pesar de esto el “sepulcro vacío” ha constituido para todos. amigos y enemigos, un signo impresionante. Para las personas de buena voluntad su descubrimiento fue el primer paso hacia el reconocimiento del “hecho” de la resurrección como una verdad que no podía ser refutada.
Así fue ante todo para las mujeres, que muy de mañana se hablan acercado al sepulcro para ungir el cuerpo de Cristo. Fueron las primeras en acoger el anuncio: “Ha resucitado, no está aquí... Pero id a decir a sus discípulos y a Pedro...” (Mc 16, 6-7). “Recordad cómo os habló cuando estaba todavía en Galilea, diciendo: ‘Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores y sea crucificado, y al tercer día resucite’. Y ellas recordaron sus palabras” (Lc 24,6-8).
Ciertamente las mujeres estaban sorprendidas y asustadas. Ni siquiera ellas estaban dispuestas a rendirse demasiado fácilmente a un hecho que, aún predicho por Jesús, estaba efectivamente por encima de toda posibilidad de imaginación y de invención. Pero en su sensibilidad y finura intuitiva ellas, y especialmente María Magdalena, se aferraron a la realidad y corrieron a donde estaban los Apóstoles para darles la alegre noticia.
El Evangelio de Mateo nos informa que a lo largo del camino Jesús mismo les salió al encuentro, las saludó y les renovó el mandato de llevar el anuncio a los hermanos. De esta forma las mujeres fueron las primeras mensajeras de la resurrección de Cristo, y lo fueron para los mismos Apóstoles. ¡Hecho elocuente sobre la importancia de la mujer ya en los días del acontecimiento pascual!
Entre los que recibieron el anuncio de María Magdalena estaban Pedro y Juan. Ellos se acercaron al sepulcro no sin titubeos, tanto más cuanto que Marta les había hablado de una sustracción del cuerpo de Jesús del sepulcro. Llegados al sepulcro, también ellos lo encontraron vacío. Terminaron creyendo, tras haber dudado no poco, porque, como dice Juan, “hasta entonces no habían comprendido que según la Escritura Jesús debía resucitar de entre los muertos” (Jn 20,9).
Digamos la verdad: el hecho era asombroso para aquellos hombres que se encontraban ante cosas demasiado superiores a ellos. La misma dificultad, que muestran las tradiciones del acontecimiento. al dar una relación de ello plenamente coherente, confirma su carácter extraordinario y el impacto desconcertante que tuvo en el ánimo de los afortunados testigos. La referencia “a la Escritura” es la prueba de la oscura percepción que tuvieron al encontrarse ante un misterio sobre el que sólo la Revelación podía dar luz.
Sin embargo, he aquí otro dato que se debe considerar bien: si el “sepulcro vacío” dejaba estupefactos a primera vista y podía incluso generar una cierta sospecha, el gradual conocimiento de este hecho inicial, como lo anotan los Evangelios, terminó llevando al descubrimiento de la verdad de la resurrección.
En efecto, se nos dice que las mujeres, y sucesivamente los Apóstoles, se encontraron ante un “signo” particular: el signo de la victoria sobre la muerte. Si el sepulcro mismo cerrado por una pesada losa, testimoniaba la muerte, el sepulcro vacío y la piedra removida daban el primer anuncio de que allí había sido derrotada la muerte.
No puede dejar de impresionar la consideración del estado de ánimo de las tres mujeres, que dirigiéndose al sepulcro al alba se decían entre sí: “¿Quién nos retirará la piedra de la puerta del sepulcro?” (Mc 16,3), y que después, cuando llegaron al sepulcro, con gran maravilla constataron que “la piedra estaba corrida aunque era muy grande” (Mc 16,4). Según el Evangelio de Marcos encontraron en el sepulcro a alguno que les dio el anuncio de la resurrección: pero ellas tuvieron miedo y, a pesar de las afirmaciones del joven vestido de blanco, “ salieron huyendo del sepulcro, pues un gran temblor y espanto se había apoderado de ellas” (Mc 16,8). ¿Cómo no comprenderlas? Y sin embargo la comparación con los textos paralelos de los demás Evangelistas permite afirmar que, aunque temerosas, las mujeres llevaron el anuncio de la resurrección, de la que el “sepulcro vacío” con la piedra corrida fue el primer signo.
Para las mujeres y para los Apóstoles el camino abierto por “el signo” se concluye mediante el encuentro con el Resucitado: entonces la percepción aún tímida e incierta se convierte en convicción y, más aún, en fe en Aquel que “ha resucitado verdaderamente”. Así sucedió a las mujeres que al ver a Jesús en su camino y escuchar su saludo, se arrojaron a sus pies y lo adoraron. Así le pasó especialmente a María Magdalena, que al escuchar que Jesús le llamaba por su nombre, le dirigió antes que nada el apelativo habitual: Rabbuní, ¡Maestro! (Jn 20,16) y cuando Él la iluminó sobre el misterio pascual corrió radiante a llevar el anuncio a los discípulos: “¡He visto al Señor!” (Jn 20,18). Lo mismo ocurrió a los discípulos reunidos en el Cenáculo que la tarde de aquel “primer día después del sábado”, cuando vieron finalmente entre ellos a Jesús, se sintieron felices por la nueva certeza que había entrado en su corazón: “Se alegraron al ver al Señor”.
¡El contacto directo con Cristo desencadena la chispa que hace saltar la fe!