Salmo 8
Señor, dueño nuestro,
¡qué admirable es tu nombre
en toda la tierra!
Ensalzaste tu majestad sobre los cielos.
De la boca de los niños de pecho
has sacado una alabanza contra tus enemigos,
para reprimir al adversario y al rebelde.
Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos,
la luna y las estrellas que has creado,
¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él,
el ser humano, para darle poder?
Lo hiciste poco inferior a los ángeles,
lo coronaste de gloria y dignidad,
le diste el mando sobre las obras de tus manos,
todo lo sometiste bajo sus pies:
rebaños de ovejas y toros,
y hasta las bestias del campo,
las aves del cielo, los peces del mar,
que trazan sendas por el mar.
Señor, dueño nuestro,
¡qué admirable es tu nombre
en toda la tierra!
Catequesis de Juan Pablo II (De la audiencia general del Miércoles 26 de junio de 2002)
«El hombre se nos revela como el centro de esta empresa. Se nos revela gigante, se nos revela divino, no en sí mismo, sino en su principio y en su destino. Honremos al hombre, a su dignidad, su espíritu, su vida».
Con estas palabras, en julio de 1969, Pablo VI entregaba a los astronautas norteamericanos a punto de partir hacia la luna el texto del salmo 8, que acaba de resonar aquí, para que entrara en los espacios cósmicos.
En efecto, este himno es una celebración del hombre, una criatura insignificante comparada con la inmensidad del universo, una «caña» frágil, para usar una famosa imagen del gran filósofo Blas Pascal. Y, sin embargo, se trata de una «caña pensante» que puede comprender la creación, en cuanto señor de todo lo creado, «coronado» por Dios mismo. Como sucede a menudo en los himnos que exaltan al Creador, el salmo 8 comienza y termina con una solemne antífona dirigida al Señor, cuya magnificencia se manifiesta en todo el universo: «Señor, dueño nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!».
El cuerpo del canto parece suponer una atmósfera nocturna, con la luna y las estrellas encendidas en el cielo. La primera estrofa del himno está dominada por una confrontación entre Dios, el hombre y el cosmos. En la escena aparece ante todo el Señor, cuya gloria cantan los cielos, pero también los labios de la humanidad. La alabanza que brota espontáneamente de la boca de los niños anula y confunde los discursos presuntuosos de los que niegan a Dios. A estos se les califica de «adversarios», «enemigos» y «rebeldes», porque creen erróneamente que con su razón y su acción pueden desafiar y enfrentarse al Creador.
Inmediatamente después se abre el sugestivo escenario de una noche estrellada. Ante ese horizonte infinito, surge la eterna pregunta: «¿Qué es el hombre?». La respuesta primera e inmediata habla de nulidad, tanto en relación con la inmensidad de los cielos como, sobre todo, con respecto a la majestad del Creador. En efecto, el cielo, dice el salmista, es «tuyo», «has creado» la luna y las estrellas, que son «obra de tus dedos». Es hermosa esa expresión, que se usa en vez de la más común: «obra de tus manos»: Dios ha creado estas realidades colosales con la facilidad y la finura de un recamado o de un cincel, con el toque leve de un arpista que desliza sus dedos entre las cuerdas.
Por eso, la primera reacción es de asombro: ¿cómo puede Dios «acordarse» y «cuidar» de esta criatura tan frágil y pequeña? Pero he aquí la gran sorpresa: al hombre, criatura débil, Dios le ha dado una dignidad estupenda: lo ha hecho poco inferior a los ángeles o, como puede traducirse también el original hebreo, poco inferior a un dios.
Entramos, así, en la segunda estrofa del Salmo. El hombre es considerado como el lugarteniente regio del mismo Creador. En efecto, Dios lo ha «coronado» como un virrey, destinándolo a un señorío universal: «Todo lo sometiste bajo sus pies», y el adjetivo «todo» resuena mientras desfilan las diversas criaturas. Pero este dominio no se conquista con la capacidad humana, realidad frágil y limitada, ni se obtiene con una victoria sobre Dios, como pretendía el mito griego de Prometeo. Es un dominio que Dios regala: a las manos frágiles y a menudo egoístas del hombre se confía todo el horizonte de las criaturas, para que conserve su armonía y su belleza, para que las use y no abuse de ellas, para que descubra sus secretos y desarrolle sus potencialidades.
Como declara la constitución pastoral Gaudium et spes del concilio Vaticano II, «el hombre ha sido creado "a imagen de Dios", capaz de conocer y amar a su Creador, y ha sido constituido por él señor de todas las criaturas terrenas, para regirlas y servirse de ellas glorificando a Dios».
Por desgracia, el dominio del hombre, afirmado en el salmo 8, puede ser mal entendido y deformado por el hombre egoísta, que con frecuencia ha actuado más como un tirano loco que como un gobernador sabio e inteligente. El libro de la Sabiduría pone en guardia contra este tipo de desviaciones, cuando precisa que Dios «formó al hombre para que dominase sobre los seres creados y administrase el mundo con santidad y justicia» (Sb 9,2-3). También Job, aunque en un contexto diverso, recurre a este salmo para recordar sobre todo la debilidad humana, que no merecería tanta atención por parte de Dios: «¿Qué es el hombre para que tanto de él te ocupes, para que pongas en él tu corazón, para que lo escrutes todas las mañanas?» (Jb 7,17-18). La historia documenta el mal que la libertad humana esparce en el mundo con las devastaciones ambientales y con las injusticias sociales más clamorosas.
A diferencia de los seres humanos que humillan a sus semejantes y la creación, Cristo se presenta como el hombre perfecto, «coronado de gloria y honor por haber padecido la muerte, pues por la gracia de Dios experimentó la muerte para bien de todos» (Hb 2,9). Reina sobre el universo con el dominio de paz y de amor que prepara el nuevo mundo, los nuevos cielos y la nueva tierra. Más aún, su autoridad regia -como sugiere el autor de la carta a los Hebreos aplicándole el salmo 8- se ejerce a través de la entrega suprema de sí en la muerte «para bien de todos».
Cristo no es un soberano que exige que le sirvan, sino que sirve y se consagra a los demás: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10,45). De este modo, recapitula en sí «lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (Ef 1,10). Desde esta perspectiva cristológica, el salmo 8 revela toda la fuerza de su mensaje y de su esperanza, invitándonos a ejercer nuestra soberanía sobre la creación no con el dominio, sino con el amor.