(Tomado del "Nuevo Diccionario de Liturgia")
El tiempo ordinario desarrolla el misterio pascual de un modo progresivo y profundo; y, si cabe, con mayor naturalidad aún que otros tiempos litúrgicos, cuyo contenido está a veces demasiado polarizado por una temática muy concreta. Para la mistagogia de los bautizados y confirmados que acuden cada domingo a celebrar la eucaristía, el tiempo ordinario significa un programa continuado de penetración en el misterio de salvación siguiendo la existencia humana de Jesús a través de los evangelios, contenido principal y esencial de la celebración litúrgica de la iglesia.
Ahora bien, la peculiaridad del tiempo ordinario no consiste en constituir un verdadero período litúrgico en el que los domingos guardan una relación especial entre sí en torno a un aspecto determinado del misterio de Cristo. El valor del tiempo ordinario consiste en formar con sus treinta y cuatro semanas un continuo celebrativo a partir del episodio del bautismo del Señor, para recorrer paso a paso la vida de la salvación revelada en la existencia de Jesús. Cada domingo tiene valor propio: "Además de los tiempos que tienen carácter propio, quedan treinta y tres o treinta y cuatro semanas en el curso del año en las cuales no se celebra algún aspecto peculiar del misterio de Cristo, sino que más bien se recuerda el misterio mismo de Cristo en su plenitud, principalmente los domingos".
El tiempo ordinario comienza el lunes siguiente al domingo del bautismo del Señor y se extiende hasta el miércoles de ceniza, para reanudarse de nuevo el lunes después del domingo de pentecostés y terminar antes de las primeras vísperas del domingo I de adviento.
Antes de la reforma litúrgica del Vat. II este tiempo se dividía en dos partes denominadas tiempo después de epifanía y tiempo después de pentecostés, respectivamente. Los domingos de cada parte tenían su propia numeración sucesiva independientemente de la totalidad de la serie. Ahora, en cambio, todos forman una sola serie, de manera que al producirse la interrupción con la llegada de la cuaresma, la serie continúa después del domingo de pentecostés. Pero sucede que unos años empieza el tiempo ordinario más pronto que otros -a causa del ciclo natalicio-. Esto hace que tenga las treinta y cuatro semanas o solamente treinta y tres. En este caso, al producirse la interrupción de la serie, se elimina la semana que tiene que venir a continuación de la que queda interrumpida. Hay que tener en cuenta, no obstante, que la misa del domingo de pentecostés y la de la solemnidad de la santísima Trinidad sustituyen a las celebraciones dominicales del tiempo ordinario.
El hecho de que el tiempo ordinario comience a continuación de la fiesta del bautismo del Señor permite apreciar el valor que tiene para la liturgia el desarrollo progresivo, episodio tras episodio, de la vida histórica entera de Jesús siguiendo la narración de los evangelios. Éstos, dejando aparte los capítulos de Mateo y Lucas sobre la infancia de Jesús, comienzan con lo que se denomina el ministerio público del Señor. Cada episodio evangélico es un paso para penetrar en el misterio de Cristo; un momento de su vida histórica que tiene un contenido concreto en el hoy litúrgico de la iglesia, y que se cumple en la celebración de acuerdo con la ley de la presencia actualizadora de la salvación en el aquí-ahora-para nosotros.
Por eso puede decirse que en el tiempo ordinario la lectura evangélica adquiere un relieve mayor que en otros tiempos litúrgicos, debido a que en ella Cristo se presenta en su palabra dentro de la historia concreta sin otra finalidad que la de mostrarse a sí mismo en su vida terrena, reclamando de los hombres la fe en la salvación que él fue realizando día a día. Los hechos y las palabras que cada evangelio va recogiendo de la vida de Jesús, proclamados en la celebración en la perspectiva de las promesas del Antiguo Testamento -en esto consiste el valor de la primera lectura- y a la luz de la experiencia eclesial apostólica -la segunda lectura-, hacen que la comunidad de los fieles tenga verdaderamente en el centro de su recuerdo sagrado a lo largo del año a Cristo el Señor con su vida histórica, contenido obligado y único de la liturgia.
La reforma posconciliar del año litúrgico ha introducido en el tiempo ordinario algo verdaderamente decisivo en la perspectiva de lo que venimos diciendo. En efecto, a partir del domingo III se inicia la lectura semicontinua de los tres evangelios sinópticos, uno por cada ciclo A, B y C, de forma que se va presentando el contenido de cada evangelio a medida que se desarrolla la vida y predicación del Señor. Así se consigue una cierta armonía entre el sentido de cada evangelio y la evolución del año litúrgico. Como hemos indicado ya, después de la epifanía y del bautismo del Señor se leen los comienzos del ministerio público de Jesús, que guardan estrecha relación con la escena del Jordán y las primeras manifestaciones mesiánicas de Cristo. Al final del año litúrgico, se llega espontáneamente a los temas escatológicos propios de los últimos domingos del año, ya que los capítulos del evangelio que preceden a los relatos de la pasión y están, por tanto, al final de la vida de Jesús se prestan perfectamente a ello.
Y en medio de las dos etapas del tiempo ordinario se encuentra el ciclo pascual -cuaresma, triduo y cincuentena-. Lejos de ser un obstáculo para la celebración progresiva del misterio de Cristo, este ciclo ofrece una maravillosa continuidad en la evocación de la vida y de la acción mesiánica del Hijo de Dios. Recordemos que la cuaresma se abre con los episodios de las tentaciones y de la transfiguración, momentos en los que Jesús entra decididamente en el camino de la pascua, o sea, en el camino de la cruz y de la resurrección, destino y culminación de su vida histórica y, por tanto, centro iluminador de todos los hechos y palabras que la llenan. El cristiano, celebrando sucesivamente todos estos pasos de Jesús, hace suyo este camino y programa pascual del Señor, camino y programa que ha de realizarse no sólo en el curso del año lilitúrgico, sino también a lo largo de toda la vida.