El Rosario, camino de asimilación del misterio de Cristo

(De la Carta Apostólica ROSARIUM VIRGINIS MARIAE de su Santidad Juan Pablo II)

El Rosario propone la meditación de los misterios de Cristo con un método característico, adecuado para favorecer su asimilación.

Se trata del método basado en la repetición. Esto vale ante todo para el Ave Maria, que se repite diez veces en cada misterio.

Si consideramos superficialmente esta repetición, se podría pensar que el Rosario es una práctica árida y aburrida.

En cambio, se puede hacer otra consideración sobre el rosario, si se toma como expresión del amor que no se cansa de dirigirse hacia a la persona amada con manifestaciones que, incluso parecidas en su expresión, son siempre nuevas respecto al sentimiento que las inspira.

En Cristo, Dios ha asumido verdaderamente un «corazón de carne».

Cristo no solamente tiene un corazón divino, rico en misericordia y perdón, sino también un corazón humano, capaz de todas las expresiones de afecto.

A este respecto, si necesitáramos un testimonio evangélico, no sería difícil encontrarlo en el conmovedor diálogo de Cristo con Pedro después de la Resurrección. «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?» Tres veces se le hace la pregunta, tres veces Pedro responde: «Señor, tú lo sabes que te quiero».

Más allá del sentido específico del pasaje, tan importante para la misión de Pedro, a nadie se le escapa la belleza de esta triple repetición, en la cual la reiterada pregunta y la respuesta se expresan en términos bien conocidos por la experiencia universal del amor humano. Para comprender el Rosario, hace falta entrar en la dinámica psicológica que es propia del amor.

Una cosa está clara: si la repetición del Ave Maria se dirige directamente a María, el acto de amor, con Ella y por Ella, se dirige a Jesús.

La repetición favorece el deseo de una configuración cada vez más plena con Cristo, verdadero 'programa' de la vida cristiana.

San Pablo lo ha enunciado con palabras ardientes: «Para mí la vida es Cristo, y la muerte una ganancia» (Flp 1, 21). Y también: «No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20). El Rosario nos ayuda a crecer en esta configuración hasta la meta de la santidad.