El Verbo de Dios vino por su benignidad hacia nosotros

(Texto de San Atanasio de Alejandría, obispo)

Como Cristo es el Verbo del Padre y es infinitamente superior a todos, sólo él podía renovar todas las cosas; sólo él fue capaz de expiar por todos y por todos interceder ante el Padre.

Con esta misión vino al mundo el Verbo de Dios, incorpóreo, incorruptible e inmaterial, aunque tampoco antes se hallaba lejos, pues nunca parte alguna del universo se hallaba vacía de él, sino que lo llenaba todo en todas partes, ya que estaba junto a su Padre.

Pero él vino por su benignidad hacia nosotros, y en cuanto se nos hizo visible. Viendo efectivamente que el género humano caminaba a la ruina, dominado por la muerte a causa de la corrupción; considerando que las amenazas de Dios y el castigo infligido por la culpa no conseguían sino corroborar nuestra corrupción y que era absurdo abrogar la ley antes de que se cumpliera; considerando además que no parecía conveniente destruir su propia creación; viendo finalmente que todos los hombres eran reos de muerte, tuvo piedad de nuestra raza y de nuestra debilidad y, compadecido de nuestra corrupción, no soportó que la muerte nos dominase, para que no pereciese lo que había sido creado, con lo que hubiese resultado inútil la obra de su Padre al crear al hombre, y por esto tomó para sí un cuerpo como el nuestro, ya que no se contentó con habitar en un cuerpo ni tampoco en hacerse simplemente visible. En efecto, si tan sólo hubiese pretendido hacerse visible, hubiera podido ciertamente asumir un cuerpo más excelente; pero él tomó nuestro mismo cuerpo, y no de cualquier manera, sino que asumió un cuerpo puro, no mancillado por concurso de varón, formado en las entrañas de una Virgen inviolada, intacta y desconocedora de varón.

Poderoso como es y creador de todas las cosas, se construyó en el seno de la Virgen un templo, es decir, su cuerpo, y lo hizo su propio instrumento, en el que había de darse a conocer y habitar; de este modo, habiendo tomado un cuerpo semejante al de cualquiera de nosotros, ya que todos estaban sujetos a la corrupción y a la muerte, lo entregó a la muerte por todos, ofreciéndolo al Padre con un amor sin límites; con ello, al morir en su persona todos los hombres, quedó sin vigor la ley de la corrupción que afectaba a todos, ya que agotó toda la eficacia de la muerte en el cuerpo del Señor, y así ya no le quedó fuerza alguna para ensañarse con los demás hombres, semejantes a él; con ello, también hizo de nuevo incorruptibles a los hombres que habían caído en la corrupción, y los llamó de muerte a vida, consumiendo totalmente en ellos la muerte, con el cuerpo que había asumido y con el poder de su resurrección, del mismo modo que la paja es consumida por el fuego.

Y sabiendo el Verbo que la corrupción de los hombres no podía ser sanada sino con su muerte, y no pudiendo morir como Verbo por ser inmortal e Hijo del Padre, por esta razón asumió un cuerpo mortal: para que este cuerpo, unido al Verbo que está por encima de todo, satisficiera por todos la deuda contraída con la muerte; para que, por el hecho de habitar el Verbo en él, no sucumbiera a la corrupción; y, finalmente, para que, en adelante, por el poder de la resurrección, se vieran ya todos libres de la corrupción.

De ahí que el cuerpo que él había tomado, al entregarlo a la muerte como una hostia y víctima limpia de toda mancha, alejó al momento la muerte de todos los hombres, a los que él se había asemejado, ya que se ofreció en lugar de ellos. De este modo, el Verbo de Dios, superior a todo lo que existe, ofreciendo en sacrificio su cuerpo, templo e instrumento de su divinidad, pagó con su muerte la deuda que habíamos contraído, y, así, el Hijo de Dios, inmune a la corrupción, por la promesa de la resurrección, hizo partícipes de esta misma incorrupción a todos los hombres, con los que se había hecho una misma cosa por su cuerpo semejante al de ellos.