(De "Los Signos Sagrados" por Romano Guardini)
Rayaba el día. Tras haber ganado la cumbre, emprendí el regreso. Abajo, en el valle, dormía el lago, y hacíanle guardia, solemnes y silenciosas, las montañas circundantes, bañadas en luz matinal. ¡Era tan puro el ambiente! ¡Tan majestuoso el espacio, y los árboles tan lozanos con su pomposo ramaje! Y en mí mismo todo mi ser tan lleno de vigor placentero y radiante, que parecíame como si invisibles fuentes surtieran calladas, y la naturaleza toda ascendiera a la región inmensa y luminosa.
Entonces comprendí que pueda dilatársele el corazón al hombre; y que, puesto en pie, erguido el rostro, abiertas las manos en forma de patena y alzadas en alto hacia la infinita Bondad, al Padre de la luz, al Dios que es amor, le ofrezca todo cuanto en torno suyo y en los secretos veneros del mundo se cría y resplandece en suma quietud y calma. ¿No le parecerá que de la patena de sus manos asciende radiante y santo el universo?
Así Cristo en la cima del espíritu ofreciendo al Padre en holocausto su amor y su aliento de vida. De esa cima fue un peldaño el monte Moria, en el cual sacrificó Abraham; y lo fue antes el lugar en que ofreció su sacrificio expiatorio Melquisedec, sacerdote y rey; y en los albores de la humanidad, aquel otro de donde subía al cielo en derechura la ofrenda de Abel.
Pues siempre esa cima despunta, y siempre están extendidas las divinas manos, y siempre sube en alto la ofrenda, cuando el sacerdote —no el hombre, instrumento insignificante—, de pie ante el altar, alza en sus manos abiertas la patena, en que reposa el pan blanquísimo: «Recibe, ¡oh Padre santo y omnipotente Dios!, esta hostia limpia, que yo, indigno siervo tuyo, te ofrezco a ti, Dios mío, vivo y verdadero, por los innumerables pecados míos, ofensas y negligencias, y por todos los circunstantes, y por todos los fieles cristianos, vivos y difuntos, para que a ellos y a mí aproveche para salud en vida eterna».