(De "Oraciones Para rezar por la calle" por Michel Quoist)
Si no luchamos con todas nuestras fuerzas contra el desorden del Mundo, donde quiera que el Padre nos haya colocado, no podemos llamarnos cristianos. No amamos a Dios. Lo dijo san Juan: «El que no ama a su hermano a quien ve, no es posible que ame a Dios a quien no ve» (1 Jn 4,20); y también: «Hijitos, no amemos de palabra y de lengua, sino de obra y de verdad» (1 Jn 3,18).
Para devolver la paz a una conciencia cristiana no basta con lavar y maquillar un rostro. Es necesaria, además, la búsqueda y lucha contra todos los desórdenes sociales y morales que han dado origen a ese rostro.
Los pobres serán nuestros jueces.
Entonces ellos (los condenados) responderán diciendo: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, o sediento, o peregrino, o enfermo, o en prisión y no te socorrimos?» Él (el rey) les contestará diciendo: «En verdad os digo que cuando dejasteis de hacer esto con uno de estos pequeñuelos, lo dejasteis de hacer conmigo» (Mt 25,44-45).
Este rostro, Señor, me ha vuelto loco todo el día.
Es un reproche vivo,
un largo grito que golpea mi paz,
Es un rostro joven, Señor, y todo los pecados del mundo se han ensañado en él,
que estaba indefenso, abierto a los ultrajes.
Vinieron de todas partes.
Vino la miseria,
la barraca,
la cama con montículos y baches,
el aire apestado,
el humo,
el alcohol,
el hambre,
el hospital,
el sanatorio.
El trabajo aplastante,
el trabajo humillante,
el paro,
la crisis,
la guerra.
Y bailes embriagantes,
canciones asquerosas,
películas horribles,
música lánguida,
besos mentirosos y sucios.
La lucha por la vida,
la revuelta,
el alboroto,
los gritos,
los golpes,
el odio.
Sí, han llegado de todas partes,
horribles egoísmos de hombres de mil rostros horrorosos
con sus gordos dedos sucios,
sus uñas rotas,
sus alientos apestosos.
Han acudido de todos los rincones del mundo,
de todos los extremos de los siglos,
de todas partes, de siempre.
Y largamente, uno tras otro,
o bruscamente todos a la vez como toros,
han golpeado
azotado
estrujado
mordido
moldeado
martillado
grabado
esculpido.
Y he aquí al fin este Rostro, este pobre rostro.
Han tardado dieciocho años para podérmelo enseñar,
han empleado cientos de siglos para producirlo.
Ecce Homo: He aquí al hombre.
He aquí este pobre rostro del hombre como un libro abierto:
el libro de la miseria y del pecado de los hombres,
el libro del egoísmo
del orgullo
de la cobardía;
el libro de las avaricias
de las sensualidades
de los despidos
de las trampas.
Helo aquí como una queja dolorosa
como un grito de rabia
pero también como una llamada desgarradora,
pues en el fondo de este rostro ridículo, gesticulante,
en el fondo de estos ojos desorbitados,
como las dos manos tendidas del ahogado,
blancas bajo el agua sombría del muelle,
un destello,
una llama,
una trágica súplica:
el infinito deseo de un alma que quisiera vivir más allá de su cieno.
Señor, este rostro me vuelve loco, me da miedo, me condena,
porque yo he trabajado como todos para que fuera así
o al menos he dejado que lo hicieran así,
y ahora pienso que este rostro es el rostro de un hermano, mío y tuyo.
Oh, Dios, ¡cómo hemos puesto a este miembro de tu familia!
Y ahora temo tu juicio, Señor.
Me parece que al fin de los tiempos Tú harás desfilar ante mí todos los rostros de los hombres mis hermanos, y especialmente los de la gente de mi ciudad, los de mi barrio, los de mi puesto de trabajo.
Y a tu luz inexorable yo leeré estos rostros:
la arruga que yo he abierto,
la boca que yo torcí,
la mueca que esculpí,
la mirada que manché,
la que extinguí.
Vendrán todos inexorables desfilando ante mí, maniquíes vengadores de la miseria y del pecado.
Vendrán los conocidos y los desconocidos, los de mi tiempo, los de siglos pasados y todos cuantos vendrán
a este taller del mundo,
y yo estaré allí, inmóvil, aterrado, en silencio.
Será entonces cuando Tú, me dirás:
Aquel rostro era el mío.
Señor, perdón por este rostro que hoy me ha condenado.
Señor, gracias por este rostro que hoy me ha despertado.