(Del discurso del Papa Pablo VI, el 4 de abril de 1970, a los participantes en un simposio internacional sobre la resurrección de Cristo)
Toda la historia evangélica está centrada en la Resurrección: ¿Qué serían sin ella los mismos Evangelios, que anuncian «la buena nueva del Señor Jesús»? ¿No encontramos en ella la fuente de toda la predicación cristiana, desde el «kerygma» primitivo, que nació precisamente del testimonio de la Resurrección?
¿No polariza toda la epistemología de la fe, que perdería su consistencia sin ella, según las palabras del apóstol san Pablo: «Si Cristo no ha resucitado... vana es nuestra fe»?
¿No es la Resurrección la única que da sentido a toda la liturgia, a nuestras celebraciones eucarísticas, asegurándonos la presencia del Resucitado que celebramos en la acción de gracias: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu Resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!»?
Sí, toda la esperanza cristiana está basada sobre la Resurrección de Cristo, en la que está «anclada» nuestra misma resurrección con Él. Más aún, ya hemos resucitado con Él; toda nuestra vida cristiana está tejida con esta certeza inconmovible y con esta realidad oculta, con la alegría y el dinamismo que ellas engendran.
No es extraño que este misterio tan fundamental para nuestra fe, tan prodigioso para nuestra inteligencia, haya suscitado siempre, junto al interés apasionado de los exégetas, una «contestación» pluriforme a lo largo de toda la historia. Este fenómeno se manifestaba ya en vida del evangelista san Juan, que juzgó necesario precisar que Tomás, el incrédulo, había sido invitado a tocar con sus manos la huella de los clavos y el costado herido del Verbo de la Vida resucitado.
Y desde entonces, ¿cómo no evocar los intentos de una «gnosis» que renacía continuamente bajo múltiples formas, deseando penetrar este misterio con todos los recursos del espíritu humano, esforzándose por reducirlo a las dimensiones de unas categorías plenamente humanas? Tentación muy comprensible, ciertamente, y sin duda inevitable, pero con una tendencia muy inquietante a vaciar insensiblemente todas las riquezas y la importancia de lo que, ante todo, es un hecho: la Resurrección del Salvador.
También en nuestros días —y no es precisamente a vosotros a quienes debemos recordarlo— vemos cómo esta tendencia manifiesta sus últimas consecuencias dramáticas, llegándose a negar, incluso entre los fieles que se dicen cristianos, el valor histórico de los testimonios inspirados o, más recientemente, interpretando de forma puramente mítica, espiritual o moral, la Resurrección física de Jesús. ¿Cómo no nos ha de doler profundamente el efecto destructor que estas discusiones deletéreas tienen para tantos fieles? Pero proclamamos con toda energía que estos hechos no nos dan miedo porque, hoy como ayer, el testimonio «de los Once y de sus compañeros» es capaz, con la gracia del Espíritu Santo, de suscitar la verdadera fe: «El Señor en verdad ha resucitado y se ha aparecido a Simón» (Lc 24, 34-35).
Animados por estos sentimientos, observamos con gran respeto el trabajo hermenéutico y exegético que científicos cualificados, como vosotros, realizan sobre este tema fundamental. Esta actitud es conforme a los principios y normas que la Iglesia católica ha establecido para los estudios bíblicos; bástenos recordar aquí las conocidas encíclicas de nuestros predecesores: Providentissimus Deus de León XIII, en 1893, y Divino afflante Spiritu de Pío XII, en 1943, igual que la reciente Constitución dogmática Dei Verbum, del Concilio Vaticano II. En ellas no sólo se reconoce la sana libertad de investigación, sino que se recomienda también el esfuerzo necesario para adaptar el estudio de la Sagrada Escritura a las necesidades de hoy y para «descubrir realmente lo que el autor sagrado ha querido afirmar».
Esta perspectiva tiene en cuenta el mundo de la cultura y es fuente de nuevos enriquecimientos para los estudios bíblicos. Nos alegra mucho que así sea. La Iglesia, igual que siempre, aparece como guardiana celosa de la revelación escrita; y hoy se muestra animada por una preocupación realista: conocerlo todo y pensarlo todo con discernimiento, interpretando de forma crítica el texto bíblico. De este modo, la Iglesia, procurando conocer el pensamiento de los otros, intenta verificar su propio pensamiento y ofrecer ocasiones de encuentros leales y reconfortantes a tantos espíritus que buscan con sinceridad. Más aún, también la Iglesia encuentra dificultades inherentes a la exégesis de los textos dudosos y difíciles, y experimenta la utilidad de las diversas opiniones. Ya lo indicaba san Agustín: «Acerca de las dificultades que contienen las Sagradas Escrituras y que Dios quiso que existiesen para que nos esforzásemos en solucionarlas, es útil que haya muchas sentencias y que cada uno las interprete a su modo, con tal de que todas estén de acuerdo con la sana fe y la doctrina».
Y la Iglesia exhorta, siempre bajo la guía de san Agustín, a buscar las soluciones mediante el estudio y la oración: «Hay que aconsejar a los estudiosos de las Sagradas Letras no sólo el conocimiento de las diversas expresiones de los libros sagrados... sino también, y esto es lo más importante y necesario, que oren para entender».
Pero volvamos al tema que es objeto de vuestro Simposium. Creemos que este conjunto de análisis y reflexiones tiende a confirmar, con la ayuda de nuevas investigaciones, la doctrina que la Iglesia mantiene y profesa con respecto al misterio de la Resurrección.
Como notaba con finura y delicadeza el añorado Romano Guardini en una profunda meditación, los relatos evangélicos subrayan «a menudo y con fuerza que Cristo resucitado es distinto de como era antes de Pascua y distinto del resto de los hombres. En las narraciones su naturaleza tiene algo de extraño. Su cercanía conmueve profundamente, llena de estupor. Mientras que antes "iba" y "venía" ahora se dice que "aparece", "de repente", junto a los peregrinos, que "desaparece". Las barreras corporales no existen ya para Él. No está limitado a las fronteras del espacio y del tiempo. Se mueve con una libertad nueva, desconocida en la tierra... pero al mismo tiempo se afirma claramente que es Jesús de Nazaret, en carne y hueso, tal como vivió antes con los suyos, y no un fantasma...». Sí, «el Señor se ha transformado. Vive de forma distinta a como vivía antes. Su existencia presente nos resulta incomprensible. Y, sin embargo, es corporal, contiene a Jesús todo entero... e incluso, a través de sus llagas, contiene toda su vida vivida, la suerte que sufrió, su pasión y muerte». Por tanto, no se trata solamente de una supervivencia gloriosa de su yo. Nos encontramos en presencia de una realidad profunda y compleja, de una vida nueva, plenamente humana: «La penetración, la transformación de toda la vida, incluido el cuerpo, por la presencia del Espíritu... Se realiza en nosotros ese cambio que llamamos fe y que, en vez de concebir a Cristo en función del mundo, hace pensar en el mundo y en todas las cosas en función de Cristo... La Resurrección desarrolla un germen que Él siempre llevó en sí». Diremos de nuevo con Romano Guardini: sí, «necesitamos la resurrección y la transfiguración para comprender realmente lo que es el cuerpo humano... En realidad, sólo el cristianismo se ha atrevido a situar el cuerpo en las profundidades más ocultas de Dios».
Ante este misterio nos quedamos llenos de admiración y de asombro, como ante los misterios de la Encarnación y del nacimiento virginal. Por tanto, dejémonos introducir con los Apóstoles en la fe en Cristo resucitado, la única que puede traernos la salvación.
Tengamos también confianza absoluta en la seguridad de la Tradición que la Iglesia garantiza con su magisterio, la Iglesia que fomenta el estudio científico al mismo tiempo que sigue proclamando la fe de los Apóstoles.
Queridos señores, estas sencillas palabras al final de vuestros sabios trabajos sólo pretendían animaros a proseguirlos con esta misma fe, sin perder nunca de vista el servicio al Pueblo de Dios, todo él «reengendrado a una viva esperanza por la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos» (1P 1, 3). En nombre de «aquel que estuvo muerto y ha vuelto a la vida», del «testigo veraz, primogénito de los muertos» (Ap 2, 8 y 1, 5) os damos de todo corazón, como prenda de abundantes gracias para la fecundidad de vuestras investigaciones, nuestra Bendición Apostólica.