(De la Audiencia General del Papa Juan Pablo II del 20 de noviembre de 1985)
El Espíritu Santo es "enviado" por el Padre y por el Hijo, como también "procede" de ellos. Por esto se llama "el Espíritu del Padre" (por ejemplo, Mt 10, 20; 1 Cor 2, 11; también Jn 15, 26), pero también "el Espíritu del Hijo" (Gal 4, 6), o "el Espíritu de Jesús" (Hch 16, 7), porque Jesús mismo es quien lo envía.
Por esto, la Iglesia latina confiesa que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo (qui a Patre Filioque procedit), y las Iglesias ortodoxas proclaman que el Espíritu Santo procede del Padre por medio del Hijo. Y procede "por vía de voluntad", "a modo de amor" (per modum amoris), lo que es "sentencia cierta", es decir, doctrina teológica comúnmente aceptada en la enseñanza de la Iglesia y, por lo mismo, segura y vinculante.
Esta convicción halla confirmación en la etimología del nombre "Espíritu Santo", a lo que aludí en la catequesis precedente: Espíritu, spiritus, pneuma, ruah. Partiendo de esta etimología se describe "la procesión" del Espíritu del Padre y del Hijo como "espiración": spiramen, soplo de Amor.
Esta espiración no es generación. Sólo el Verbo, el Hijo, "procede" del Padre por generación eterna. Dios, que eternamente se conoce a Sí mismo y en Sí mismo a todo, engendra el Verbo.
En esta generación eterna, que tiene lugar por vía intelectual (per modum intelligibilis actionis), Dios, en la absoluta unidad de su naturaleza, es decir, de su divinidad, es Padre e Hijo. "Es" y no: "se convierte en"; lo "es" eternamente. "Es" desde el principio y sin principio.
Bajo este aspecto la palabra "procesión" debe entenderse correctamente: sin connotación alguna propia de un "devenir" temporal. Lo mismo vale para la "procesión" del Espíritu Santo.
Dios, pues, mediante la generación, en la absoluta unidad de la divinidad, es eternamente Padre e Hijo. El Padre que engendra, ama al Hijo engendrado, y el Hijo ama al Padre con un amor que se identifica con el del Padre. En la unidad de la Divinidad el amor es, por un lado, paterno y, por otro, filial.
Al mismo tiempo el Padre y el Hijo no sólo están unidos por ese recíproco amor como dos Personas infinitamente perfectas, sino que su mutua complacencia, su amor recíproco procede en ellos y de ellos como persona: el Padre y el Hijo "espiran" el Espíritu de Amor consustancial con ellos. De este modo Dios, en la absoluta unidad de su Divinidad es desde toda la eternidad Padre, Hijo y Espíritu Santo.
El Símbolo "Quicumque" proclama: "El Espíritu Santo no es hecho, ni creado, ni engendrado, sino que procede del Padre y del Hijo". Y la "procesión" es per modum amoris, como hemos dicho.
Por esto, los Padres de la Iglesia llaman al Espíritu Santo: "Amor, Caridad, Dilección, Vínculo de amor, Beso de Amor". Todas estas expresiones dan testimonio del modo de "proceder" del Espíritu Santo del Padre y del Hijo.
Se puede decir que Dios en su vida íntima "es amor" que se personaliza en el Espíritu Santo, Espíritu del Padre y del Hijo. El Espíritu es llamado también Don.
Efectivamente, en el Espíritu, que es el Amor, se encuentra la fuente de todo don, que tiene en Dios su principio con relación a las criaturas: el don de la existencia por medio de la creación, el don de la gracia por medio de toda la economía de la salvación.
A la luz de esta teología del Don trinitario, comprendemos mejor las palabras de los Hechos de los Apóstoles: "...recibiréis el don del Espíritu Santo" (Hch 2, 38). Son las palabras con las que Cristo se despide definitivamente de sus amigos, cuando va al Padre.
A esta luz comprendemos también las palabras del Apóstol: "El amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado" (Rom 5, 5).
Concluyamos, pues, nuestra reflexión invocando con la liturgia: "Veni, Sancte Spiritus", "Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor".