Sería una maravilla si cuando nos hacemos servidores en la obra del Señor nuestros hijos automáticamente recibieran una «vacuna» contra el pecado de modo que fueran hijos perfectos, ejemplares, y partícipes de la fe que profesamos, para siempre. Lamentablemente esa vacuna no existe, pero muchos esperan que los hijos de los cristianos sean modelos, y cuando no lo son, el reproche es que “sus padres no saben gobernar bien a su propia casa”.
Generalmente tenemos vergüenza de confesar que nuestros hijos están en pecado o completamente apartados de nuestra fe. Tememos a la crítica y la acusación que “no hemos sabido criar a nuestros hijos”. Podría pensarse que al dedicarnos tanto al ministerio descuidamos a nuestros familiares y cuando nuestros hijos se desvían es que nos damos cuenta de nuestro pecado de omisión.
A veces hacemos lo mejor que podemos y les enseñamos todo y aún así nuestros hijos no son ese modelo perfecto que quisieramos. Es que Dios les da a ellos también el don del libre albedrío. Pecan porque quisieron. Hay quien dice que Adán y Eva tuvieron un Padre Perfecto y aún así, pecaron. No hay padres perfectos en la tierra, todos cometemos errores; nuestros padres también los cometieron, igual habremos nosotros de cometer algunos.
El ejemplo de vida es la mayor enseñanza. Aunque alguien nos diga cómo debemos hacer las cosas, lo que imitamos son las acciones. Por eso vamos primero a repasar algunas enseñanzas de la Iglesia sobre la familia.
Familia: Iglesia doméstica
El cristianismo, en sus comienzos, creció en hogares; las comunidades de los orígenes fueron iglesias domesticas. Dios relacionó su proyecto de salvación con la familia.
Pablo nos menciona en Efeso al matrimonio Aquila y Priscila (Rm 16,5), en Corinto habla de la casa de Gayo (Rm 16,23), en Colosas se refiere a la casa de Filemón (Fil 4,22); y nos da una lección de relaciones familiares en Colosenses 3,18-21: “Mujeres, sean sumisas a sus maridos, como conviene en el Señor. Maridos, amen a sus mujeres, y no sean ásperos con ellas. Hijos, obedezcan en todo a sus padres, porque esto es grato a Dios en el Señor. Padres, no exasperen a sus hijos, no sea que se vuelvan apocados.”
Tres siglos después, S. Juan Crisóstomo aconseja “Hagan de su casa una Iglesia!”. Más reciente, en 1985 el Papa Juan Pablo II, nos dice en una homilía: “que grandeza y responsabilidad a la vez la de los padres cristianos, que como fruto de su amor se convierten en templos en los que Dios realiza su acción renovadora. Sean conscientes de esta altísima misión que Dios ha puesto en sus manos, hagan de sus familias un templo de Dios, una Iglesia domestica.” Esas ideas tienen gran vigencia ante la situación actual que viven las familias.
La familia es esencial en el futuro de la humanidad
Rehacer el tejido cristiano de la sociedad humana es la misión de la Iglesia en este momento histórico donde los valores parecen perdidos. El Concilio Vaticano II, en el documento Gadium et Spes sobre la Iglesia en el mundo de hoy, afirma: “La penosa ruptura entre la fe que profesan y su vida cotidiana de muchos, se ha de enumerar entre los más graves errores de nuestro tiempo”.
Los cristianos deben superar la ruptura entre Evangelio y vida de modo que en su diario vivir el Evangelio encuentre inspiración y fuerza para realizarse.
Es muy importante asumir la dimensión de la familia como iglesia laical. En esta “Iglesia domestica” los padres deben ser para sus hijos los primeros predicadores de la fe, tanto con su palabra como con su ejemplo.
La vida de fe es frecuentemente mal entendida por nuestros familiares
Incluso entre las familias que se dicen cristianas se puede constatar situaciones de ausencia de fe. Y no es difícil oír afirmaciones como: “no voy a perder mi tiempo metido en la Iglesia”.
Veamos el siguiente pasaje de 2da Samuel 6,12-16: “Se hizo saber al rey David: «Yahveh ha bendecido la casa de Obededom y todas sus cosas a causa del arca de Dios.» Fue David e hizo subir el arca de Dios de casa de Obededom a la Ciudad de David, con gran alborozo. Cada seis pasos que avanzaban los portadores del arca de Yahveh, sacrificaba un buey y un carnero cebado. David danzaba y giraba con todas sus fuerzas ante Yahveh, ceñido de un efod de lino. David y toda la casa de Israel hacían subir el arca de Yahveh entre clamores y resonar de cuernos. Cuando el arca de Yahveh entró en la Ciudad de David, Mical, hija de Saúl, que estaba mirando por la ventana, vio al rey David saltando y girando ante Yahveh y le despreció en su corazón.”
Aquí hemos visto como Mical, esposa de David e hija de Saúl, se avergüenza de la manifestación pública de fe que realiza su esposo. Podemos encontrar comportamientos parecidos a éste en nuestros hogares. Las causas de actitudes como esa pueden ser variadas. Puede ser que se deban a:
- Ignorancia: comprenden nuestros parientes nuestro obrar en la fe? Fueron educados en la fe e instruidos sobre los principios cristianos? Recibieron sus Sacramentos? Participaron en la niñez en actividades religiosas?
- Descuido: no los estaremos desatendiendo debido a nuestro excesivo activismo religioso? Tenemos que ser cristianos equilibrados.
- Rencor: existen heridas interiores en las relaciones con nuestros parientes? Si existen, debemos sanarlas.
- Mal ejemplo: nuestro pasado proceder no habrá creado patrones indeseados de conducta? A veces cometemos, promovemos o toleramos situaciones en conflicto con nuestra fe: uniones no sacramentadas, vicios, etc.
- Medio que nos rodea: es lo peor porque viene de todas partes: familiares, vecindario, escuela, televisión. Requiere mucha confianza y comunicación para ser contrarrestado.
Qué hace nuestro Padre Celestial con nosotros cuando pecamos?
- Deja de amarnos? ¡Jamás!
- Tampoco hace de cuenta que no pasó nada.
- Dios nos trata con misericordia y justicia.
Unos se enojan, otros lloran, algunos intentan esconder la verdad para evitar la dura crítica que suele venir cuando el pecado se hace público. Admitir que esto nos está pasando es una de las más duras realidades de la vida de un padre o de una madre, pero es absolutamente necesario.
Dios no es indiferente a nuestro pecado. Nosotros tampoco podemos hacernos de cuenta que no está pasando nada. Dios nos sigue amando, a pesar de nuestro pecado. Ese es el ejemplo que debemos seguir: amar nuestros hijos sin aprobar su pecado.
Este es el desafío más duro y difícil: enfrentar la situación de un hijo en pecado. Hay que confrontarlos con amor, aún cuando las ganas sean de darles una paliza o echarles de la casa. No debemos tragar nuestras iras, pero no es lo más adecuado desahogarlas en ellos. En esos momentos, nuestros amigos y familiares deben ser nuestro apoyo más grande, después de Dios.
Cómo lidiar con la conducta de nuestros hijos es más complejo. No debemos aprobar su conducta, pero tenemos que aceptar que ellos han tomado decisiones que no nos gustan. Cuando ellos se arrepienten de lo que hicieron, se hace más fácil, porque podemos ir trabajando juntos la restauración de la relación, y ayudarles a recuperar sus vidas. Cuando ellos insisten en seguir en el pecado o alejados de nuestra fe, nos toca entonces orar más y hablar menos.
El hijo de tantas lágrimas
Una historia que tiene que ver con este tema, y que breve y resumidamente hemos extraido de diversas fuentes, es la de uno de los genios más grande que ha producido el mundo en todos los tiempos. Se trata de San Agustín, obispo de Hipona, en el Norte de África, que vivió entre los siglos IV y V. Agustín, después de una juventud agitada que él mismo relata en sus célebres Confesiones, en la que los errores doctrinarios y los pecados de la carne convivían con una apasionada búsqueda de la verdad finalmente encontrada, se convirtió en un maestro lleno de sabiduría y santo de nuestra Iglesia.
Dios, en su accionar, suele utilizar instrumentos que sirvan de puente; no siempre actúa directamente sobre un alma convirtiéndola en un lance fulminante, como hizo con Saulo de Tarso. En el caso de Agustín el instrumento conmovedor fue su propia madre. Santa Mónica, además de ser una buena madre, con sus lágrimas arrancó de Dios la conversión de su hijo; por eso se ha dicho que Agustín es el hijo de tantas lagrimas.
Contando San Agustín, en su libro “Confesiones”, por cuán errados caminos andaba él en su juventud, dice: “... pero Tú, Señor, hiciste sentir tu mano desde lo alto y libraste mi alma de aquella negra humareda porque mi madre, tu sierva fiel, lloró por mí más de lo que suelen todas las madres juntas llorar los funerales corpóreos de sus hijos. Ella lloraba por mi muerte espiritual con la fe que Tú le habías dado, y Tú escuchaste su clamor. La oíste cuando ella con sus lágrimas regaba la tierra ante tus ojos; ella oraba por mí en todas partes, y Tú oíste su plegaria. Pues ¿de dónde sino de Ti le vino aquel sueño consolador en que me vio comer con ella en la misma mesa, cosa que ella no había querido por el horror que le causaban mis blasfemos errores?”.
San Agustín relata que su madre acudió a San Ambrosio, el conocido obispo de Milán, para que le ayudara con su conversión “... pero él no quiso. Dijo que yo era todavía demasiado indócil, hinchado como estaba por el entusiasmo de mi reciente adhesión a la secta (maniquea)... “Déjalo en paz, solamente ruega a Dios por él...” Y como ella continuaba insistiendo, el obispo le dijo: “No es posible que se pierda el hijo de tantas lágrimas”.
La oración de una madre es de gran valor; al final, Agustín se integró al clero, fue obispo, y llegó a ser un santo de reputada sabiduría.
Pidamos, hermanos, que Dios nos dé la sabiduría para guiar adecuadamente a nuestros parientes, y que como a Santa Mónica, él escuche nuestras plegarias cuando ellos se desvíen del camino de Dios.